José Antonio Alvarado Martínez, conocido en el mundo criminal como “El Vara” o “La Vara”, representa uno de los rostros más oscuros del crimen organizado en la zona oriente de Morelos. Su nombre se volvió sinónimo de muerte, extorsión y miedo. De acuerdo con lo declarado por el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana del estado de Morelos, Miguel Ángel Urrutia Lozano, sobre él pesa la sombra de al menos 200 asesinatos, una cifra que ilustra la magnitud de su poder, pero si le comprueban cinco, ya estamos del otro lado.
Los documentos filtrados por Guacamaya Leaks, que revelaron una ficha de la Secretaría de la Defensa Nacional, lo describen como el líder de la célula criminal que dominó durante años los municipios de Cuautla, Ayala, Yecapixtla, Ocuituco, Jantetelco y Tepalcingo, entre otros. Su poder se extendió a través del miedo, el cobro de piso y la violencia selectiva.
Fue identificado como jefe de una estructura perteneciente a Guerreros Unidos, heredera de los remanentes de Los Beltrán Leyva y de Los Acapulcos, y más tarde rebautizada por los medios como el Cártel de Cuautla.
A “El Vara” se le atribuyen ejecuciones de policías, comerciantes y rivales, así como la instauración de un régimen de terror que afectó a miles de familias en el oriente morelense. Sin embargo, la mayor parte de esos homicidios no podrá ser probada judicialmente.
Los cuerpos, en muchos casos, nunca fueron recuperados; los testigos huyeron o fueron silenciados, y los expedientes se disolvieron en el laberinto de la burocracia judicial. En Morelos, el miedo y la corrupción se convirtieron en aliados silenciosos de su impunidad.
Su historial delictivo es largo y documentado. Fue detenido por primera vez en 2010 en Acapulco por portación de armas, liberado un año después, reaprehendido en 2015 por delitos similares y nuevamente puesto en libertad en 2016.
Su nombre reapareció en 2018, cuando fue capturado en Ayala, Morelos, junto con tres cómplices por delitos contra la salud. Aun así, recuperó la libertad meses después. Cada detención parecía un paréntesis breve antes de retomar el control de su territorio, protegido por una red de operadores locales y presuntos vínculos políticos de los tres niveles de gobierno.
Su captura definitiva ocurrió en octubre de 2025, durante un operativo en Cuautla encabezado por fuerzas estatales y federales. En el cateo se aseguraron armas, drogas y vehículos, además de computadoras y teléfonos que podrían contener registros de su red de operaciones.
El gobierno de Morelos celebró la detención como un golpe a los Guerreros Unidos, pero detrás de los comunicados oficiales quedó la evidencia de un fracaso prolongado: durante más de una década, “El Vara” actuó con libertad, mientras las denuncias y asesinatos se acumulaban sin resolver.
¿Cómo pudo matar a 200 personas sin que las autoridades morelenses pudieran “echarle el guante”? Habría que preguntárselo a Antonio Ortíz Guarneros y a Uriel Carmona Gándara, quienes encabezaron la persecución del delito los últimos seis años.
En los archivos de inteligencia, su nombre aparece vinculado con decenas de homicidios y desapariciones forzadas. En algunos casos, se le señala como autor intelectual de ataques contra policías, en otros como responsable directo de ejecuciones ordenadas desde su base en Cuautla. No obstante, la mayor parte de esos casos carece de pruebas sólidas o testigos dispuestos a declarar. Los expedientes reposan incompletos, los nombres de las víctimas se diluyen en listas anónimas y los familiares siguen esperando justicia que probablemente nunca llegará.
En las calles donde su grupo dominaba, las amenazas se escribían en mantas, los castigos se ejecutaban a plena luz del día y el silencio era la única garantía de supervivencia. Los comerciantes pagaban cuotas, los alcaldes negociaban treguas y los cuerpos aparecían con mensajes intimidatorios. Así se consolidó el poder de “El Vara”, un hombre que supo aprovechar la debilidad institucional del Estado para erigir un imperio delictivo bajo la fachada de impunidad.
Hoy, tras su detención, el peso de la justicia parece insignificante frente a la magnitud de su historia criminal. Se le procesa por narcomenudeo y portación de armas, delitos menores comparados con los cientos de vidas que se le atribuyen. La cifra de 200 muertos se repite como un eco en los informes, pero sin pruebas, sin cuerpos y sin testigos, el número quedará como una referencia simbólica, un registro del horror más que una estadística judicial.
¿Qué sigue ahora? Con esa fama que le han creado de ser el autor de 200 homicidios lo más seguro es que asuma el liderazgo de la cárcel a donde lo manden, y desde ahí seguirá dirigiendo a su organización. Quisiéramos equivocarnos, pero desgraciadamente la experiencia nos dice que así ocurrirá.
Y resultará que, poco a poco, los delitos que le imputen se irán desvaneciendo conforme pase el tiempo. Los testigos no aceptarán comparecer, y las pruebas (armas, balas, videos) desaparecerán.
Los 200 muertos de “El Vara” son, en realidad, el reflejo de un sistema que permitió su poder y su silencio. Son los nombres que se perdieron entre expedientes olvidados, los rostros que el miedo borró de la memoria colectiva y las voces que nunca volverán a contarse. Y aunque su captura parezca un cierre, lo cierto es que la historia de “El Vara” apenas revela una parte de la profunda descomposición que sigue respirando en los márgenes del Estado mexicano.
HASTA MAÑANA.
