Un bloqueo de campesinos en la autopista Siglo XXI nos impidió estar presentes en los homenajes a Juan Salgado Brito que se le rindieron en los recintos de los Poderes Ejecutivo y Legislativo en su calidad de servidor público, sin embargo, fuimos testigos de la misa de cuerpo presente que abarrotó la catedral de Cuernavaca donde fue despedido por su pueblo como lo que siempre fue: un hombre de bien.
Fue impresionante observar la gran variedad de personajes que acudieron a despedirlo: sus compañeros de gabinete (comenzando por la gobernadora, Margarita González Saravia), sus colaboradores, diputados, expresidentes municipales, pero también personas de escasos recursos que lo conocieron en alguna de sus facetas.
Hablar de Juan Salgado Brito es hablar de una vida entera dedicada al servicio. Desde sus primeros años en Tlaltizapán, su tierra natal, mostró una vocación temprana por la justicia y el diálogo. Su formación en Derecho no fue solo un camino profesional, sino una manera de entender el mundo. Creía en el poder de la ley para equilibrar las diferencias, en la palabra para resolver conflictos y en la educación como motor del cambio social.
En cada etapa de su vida política —como diputado, alcalde, legislador federal y, finalmente, como secretario de Gobierno— Juan Salgado Brito llevó consigo un sello distintivo: la honestidad. Nunca buscó reflectores ni protagonismos. Su fuerza estaba en la serenidad, en la prudencia y en la convicción de que la política, cuando se ejerce con integridad, puede ser una herramienta de reconciliación y esperanza.
Fue un hombre de carácter firme pero corazón abierto. Quienes trabajaron a su lado recuerdan su trato amable, su respeto por todas las voces, su capacidad para escuchar antes de decidir. Nunca perdió la humildad ni la sensibilidad que caracterizan a quienes comprenden que el poder público es, ante todo, una responsabilidad moral. En momentos de tensión o incertidumbre, su palabra era sinónimo de equilibrio. En tiempos de división, fue siempre un puente.
Como académico y pensador del Derecho, defendió la idea de que el conocimiento debía servir a la sociedad, no quedarse encerrado entre libros ni en los muros de una institución. Enseñó con el ejemplo, formando generaciones de jóvenes con valores cívicos, amor por su tierra y respeto por la verdad.
Pero más allá del servidor público y del académico, está el ser humano: el amigo leal, el esposo amoroso, el padre y abuelo dedicado. Su vida privada fue coherente con su vida pública: vivió con sencillez, con profundo sentido de justicia, con un compromiso inquebrantable hacia la gente y hacia su estado.
Ayer, Morelos despidió a un hombre íntegro. Su partida nos duele, pero también nos deja una enseñanza. Nos recuerda que la verdadera grandeza no se mide por los cargos que se ocupan, sino por la huella que se deja en las personas; que el liderazgo se ejerce desde la cercanía, no desde la distancia; y que servir a los demás con honestidad es el legado más noble que puede dejarse.
Efectivamente, como lo mencionaron diversos compañeros comunicadores, se fue el último “político-político” morelense. Siempre estaba dispuesto a atender una entrevista de quien fuera y contestar las preguntas más difíciles.
En mi caso, fue el único que me habló personalmente para invitarme a desayunar (en una ocasión con motivo de mi cumpleaños, otra ya siendo secretario de Gobierno); y me mostró su “egoteca” donde tenía fotografías con todos los presidentes de la República a partir de Echeverría.
Sus frases serán recordadas por siempre. “A mi edad, ya no voy a andar haciendo chingaderas (así hablaba), sabiendo que es mi última oportunidad”, dijo alguna vez.
“Mire mi cabrón... Uno no va donde quiere o cree merecer ir... Si no donde es útil', le dijo a su sobrino Omar Arizmendi, hoy secretario privado de la gobernadora.
“Mire usted Miguel Ángel, sólo recuerde que Atlatlahucan lleva el acento en la tercera A; con que pronuncie correctamente esa palabra y se aprenda la Marcha Morelense ya está usted del otro lado”, le dijo al secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Miguel Ángel Urrutia Lozano cuando supo que sería el responsable de la seguridad en Morelos.
Descanse en paz, doctor Juan Salgado Brito. Su nombre quedará escrito en la historia de Morelos, pero, más importante aún, permanecerá vivo en el corazón de quienes creen —como usted— que la política debe ser, siempre, un acto de servicio y de amor al prójimo.
Quizás suene trillado, pero consideramos que ya se fue la persona físicamente, pero nace la leyenda de Juan Salgado Brito, el campeón de oratoria, el dicharachero que siempre arrancaba una sonrisa por sus frases ocurrentes, el que hubiese sido un buen gobernador (dicho por la actual gobernadora), y que sin duda fue el mejor secretario de Gobierno que ha tenido Morelos.
Ahora le toca a sus hijos y nietos seguir poniendo en alto el apellido, conscientes de que es una gran responsabilidad ser descendiente del último personaje político 100% porque genera altas expectativas.
HASTA MAÑANA.
