La idea de elegir jueces y magistrados federales mediante el voto popular parte de una premisa atractiva en apariencia: democratizar el Poder Judicial y acercar sus decisiones al sentir de la ciudadanía. Sin embargo, el riesgo que se esconde detrás de esta fórmula es tan profundo que amenaza con debilitar la columna vertebral del Estado de derecho. Un juez no es un legislador ni un político; su función no depende de la popularidad o del aplauso inmediato, sino de la capacidad técnica y de la independencia frente a intereses de poder, incluso frente a los de la mayoría.
El conocimiento jurídico no se adquiere en campañas de unos meses ni en debates televisivos. Se construye a lo largo de décadas de estudio, práctica y reflexión. Pretender que cualquier candidato pueda ocupar una magistratura por el simple hecho de tener respaldo en las urnas equivale a relegar la justicia a un concurso de popularidad. La tentación del populismo judicial se vuelve inevitable: fallos dictados para complacer a un electorado o para asegurar la reelección, en lugar de decisiones fundamentadas en la Constitución y en la ley.
El peligro se multiplica si quienes resultan electos carecen de experiencia en la impartición de justicia. Un juez inexperto que desconoce los procedimientos, que no domina los principios del derecho constitucional o que carece de trayectoria en la interpretación jurídica se vuelve vulnerable a las presiones políticas, a los intereses económicos y hasta a la manipulación mediática. La imparcialidad, que debería ser la esencia de su labor, queda sometida a los vaivenes del humor social.
La justicia no puede convertirse en una arena electoral donde los candidatos prometan sentencias como si fueran obras públicas. Tampoco puede depender de quién financie campañas, ni de las alianzas partidistas que se tejan en el camino hacia una magistratura. El costo lo pagará la ciudadanía: juicios menos sólidos, resoluciones impugnables y una pérdida creciente de confianza en las instituciones judiciales.
Electos por voto popular, jueces y magistrados corren el riesgo de dejar de ser árbitros para transformarse en actores políticos. La independencia judicial se diluye cuando el juez se siente obligado a responder al electorado como si fuera un diputado más. El resultado sería un sistema judicial debilitado, sin capacidad para poner límites al poder, sin garantías reales para proteger los derechos fundamentales y con un horizonte en el que la justicia se mida en encuestas, no en argumentos jurídicos.
Por otra parte, el reportaje realizado por la reportera morelense Estrella Pedroza y publicado en la revista Proceso (y retomado por otros medios) hace dos domingos, revela una operación sistemática y bien orquestada con la cual, presuntamente, se garantizó el triunfo de candidaturas afines al gobierno actual en la elección del Poder Judicial federal. Bajo el argumento oficial de promover programas sociales, la Secretaría de Bienestar habría adjudicado de manera exprés un cuantioso contrato —de al menos 429 millones de pesos— a una imprenta privada para imprimir materiales que incluían los llamados “acordeones”: folletos con los nombres, números y espacios de votación de los candidatos favorecidos.
Pese al carácter masivo de estos materiales, fabricados y distribuidos al margen de los plazos y mecanismos legales, el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) validaron el proceso, aunque varios aspirantes a la Suprema Corte presentaron impugnaciones sustentadas en evidencias documentales, testimoniales y estadísticas que sugerían irregularidades graves.
Entre las evidencias consta un contrato acelerado y sin transparencia, que violó la Ley de Adquisiciones al reducir los plazos legales de licitación; además, se documentaron cheques por 8,000 pesos emitidos por la Secretaría de Bienestar de la Ciudad de México para pagar a operadores territoriales de Morena encargados de repartir los acordeones, incluso durante la veda electoral y el mismo día de la jornada de votación.
La estrategia incluyó una estructura territorial organizada: coordinadores seccionales recibieron pagos, tablets y apoyo logístico para recopilar datos de simpatizantes, afiliarlos al partido y distribuir esas guías de votación que favorecían a los candidatos definidos como “de la Cuarta Transformación”.
Al mismo tiempo, el reportaje documenta patrones atípicos en los resultados electorales: votos exorbitantes en zonas con baja participación histórica, casillas con 100 % e incluso más votos que ciudadanos registrados, y porcentajes de votación casi idénticos para varios candidatos, lo que apuntaría a una manipulación tecnológica—revelada por los aspirantes como un “algoritmo electoral” diseñado para ajustar resultados y asegurar ganadores.
Finalmente, aunque diversas impugnaciones fueron presentadas —argumentando inducción masiva, coacción del voto, entrega anticipada de propaganda y violaciones a principios constitucionales— el TEPJF desechó los recursos. Uno de los aspirantes, Isaac de Paz, acusó al Tribunal de inclinarse más por decisiones políticas que jurídicas, sugiriendo que este precedente podría alterar para siempre la naturaleza de las elecciones judiciales.
Este reportaje plantea serias dudas sobre la integridad del proceso de elección judicial y pone en evidencia cómo estructuras administrativas y recursos públicos fueron utilizados para influir en la selección de magistrados, desdibujando la línea entre democracia y simulación.
Para algunos, el reportaje de Proceso titulado “Operación Acordeón”, nos vino a confirmar algo que ya sospechábamos. Lo único que falta es que se confirme todo lo anterior en las resoluciones y sentencias de los nuevos juzgadores.
Entonces sabremos la magnitud del daño que la Cuarta Transformación hizo al sistema judicial del país.
HASTA MAÑANA.