En estas fechas, caminar por las calles de cada ciudad y cada pueblo es todo un deleite para la vista; las luces que adornan las fachadas y las decoraciones que exaltan el corazón del lugar nos sumergen en una oda a la alegría y a la calidez que contrasta con el clima invernal.
Entre cientos de luces parpadeantes, colores, risas y canciones, desempolvamos los adornos y los recuerdos. Más allá de los ornamentos y la estética navideña que abarrotan los hogares y ciudades, las fiestas decembrinas traen consigo una oleada de unión y un abrazo fraterno. Las miradas entrelazadas y los buenos deseos se comparten no sólo entre familiares y amigos; también con el vecino que vemos a diario, con el comerciante que amablemente nos saluda y el carnicero al que acudimos para comprar lo necesario para la cena.
La unión está presente también en festejos como las posadas –una fiesta muy querida por todos–, en las que la generosidad y el vínculo con la comunidad se refuerzan a través de la representación del peregrinar de María y José. Los aguinaldos, el ponche y la célebre piñata no pueden faltar, pues de trata de los elementos más representativos del festejo.
Con vibrantes colores, sus distintas y peculiares formas, las piñatas forman parte de nuestra vida a través de las celebraciones. Los recuerdos de la infancia son tan dulces gracias a ellas, aquel entusiasmo al esperar tu turno para golpearla y quizá con suerte ser el elegido por el destino como el héroe que libere la dulzura que aguarda dentro de ella.
Su origen y procedencia se remonta a China, como parte de los rituales de buena fortuna en los que se llenaban con semillas las figuras de animales hechas con papel durante el Año Nuevo. Se dice que durante los viajes de Marco Polo introdujo este elemento en Europa, y en Italia se adaptó la tradición como parte de la Cuaresma y recibió el nombre de pignatta.
Mientras tanto, en el Nuevo Mundo un antecedente –y fusión con lo que hoy conocemos como posadas– son las celebraciones durante el mes del Panquetzaliztli en honor a la llegada del Dios Huitzilopochtli, en las que se practicaban rituales similares con ollas de barro.
Un origen más claro de lo que hoy conocemos como piñatas nos lleva al Estado de México, hace más de 400 años. Los frailes del exconvento de San Agustín en Acolman, como parte del proceso de evangelización, celebraron las misas de aguinaldo junto con las piñatas como parte de ello.
Por lo que su forma de estrella de siete picos no es de extrañarse que fuera una alegoría moral, ya que cada pico representa los siete pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Una lucha entre el bien y el mal, en la que la fe triunfa y las bendiciones caen para los participantes.
Las piñatas son parte de nuestras tradiciones, forman parte de cumpleaños y, sobre todo, de las fiestas decembrinas. Las vemos de todos los colores y tamaños, a veces con personajes de caricaturas o en su forma tradicional; las hay de barro o papel y con un interior lleno de dulces y frutos de temporada. Un ritual que al ritmo de una canción y humor une a las personas.
Porque lejos de la superficialidad, las tradiciones tienen un trasfondo que resalta y cuida los vínculos entre familias, amigos y comunidades. Ante un país y sociedad que enfrentan problemáticas tan fuertes día con día, fortalecer los lazos y la empatía es un consuelo que nos mantiene de pie.
