Hay decisiones que no se anuncian de golpe, sino que se tantean. Se lanzan como globos de ensayo para medir el enojo social, para calibrar hasta dónde estira la cuerda la ciudadanía antes de romperse. El reciente amago de los líderes transportistas en Morelos: plantear un aumento de hasta 50% en la tarifa del transporte público, parece responder más a esa lógica que a una discusión seria sobre la movilidad.
Pedir un incremento desproporcionado no es casualidad. Es una estrategia conocida: se coloca una cifra escandalosa sobre la mesa para que en la negociación final, una tarifa de 12 pesos termine pareciendo un “triunfo del diálogo”. Entonces, los transportistas se alzarán el cuello y el gobierno podrá presumir que “contuvo” el golpe al bolsillo ciudadano. Un acuerdo aparente, sostenido en un doble discurso donde nadie pierde… excepto los usuarios.
Desde el gobierno estatal, particularmente desde la Secretaría de Movilidad y Transporte, el mensaje es otro: no se afectará a la ciudadanía. Se habla incluso de subsidios para los concesionarios, de sensibilidad social y de responsabilidad institucional con apoyo a las personas adultas mayores con descuentos del 50% en el pasaje, situación que ya hay pero que en muchas partes de Morelos no se aplica, como en la zona oriente, donde los usuarios de la tercera edad desconocen ese beneficio y los ruteros les cobran completo. Sin embargo, en política, lo sabemos bien, no todo lo que se dice se hace, y no todo lo que se promete se cumple (“lo que diga el gobierno será al revés”, se decía en tiempos del priismo). La narrativa del “cuidado al bolsillo” convive con una realidad cotidiana que desmiente cualquier intención de justicia social.
Porque si algo caracteriza al transporte público en Morelos, especialmente en la zona metropolitana de Cuernavaca, es su estado deplorable. Viajar en una ruta es, en muchos casos, un ejercicio de resistencia: unidades en malas condiciones mecánicas, asientos rotos y trayectos donde el cuerpo rebota como si se transitara por brechas y no por calles urbanas. En temporada de lluvias, el agua se filtra y empapa los asientos; el viaje se vuelve incómodo, indigno y, a veces, riesgoso. Se exhorta al líder de los transportistas y a los gobernantes a subirse a una ruta para saber a lo que nos referimos.
A ello se suma el clima de tensión permanente. Choferes que compiten por el pasaje, que se gritan entre sí, que se insultan llamándose “hambreados”, y que confrontan a otros automovilistas (¿dónde queda la inteligencia emocional de la que nos habló Daniel Goleman?). Pero no es un problema individual, es estructural. No hay capacitación, no hay acompañamiento institucional, no hay una política seria de profesionalización del servicio.
Subir el pasaje bajo el argumento de que así mejorará el servicio es una falacia. Lo hemos escuchado antes. Lo hemos pagado antes. Y nunca ha ocurrido. Las unidades no se renuevan, el trato no mejora y la experiencia del usuario sigue siendo la misma. En realidad, el fondo del problema es otro: la inflación ha erosionado el valor del dinero y los concesionarios no están dispuestos a ver disminuidas sus ganancias. No se trata de dignificar el transporte, sino de proteger márgenes de utilidad.
Y en esa ecuación, los choferes tampoco ganan. Ellos deben entregar cuentas diarias a los dueños de las concesiones, trabajan sin seguridad social, sin contratos formales, sin estabilidad laboral. Los grandes ganadores siguen siendo los concesionarios; los grandes perdedores, como siempre, los usuarios.
Paradójicamente, este conflicto abre una oportunidad histórica. El debate sobre el aumento al pasaje debería servir para algo más que ajustar tarifas: debería ser el punto de partida para reconfigurar de fondo el transporte público en Morelos. Los morelenses merecen un sistema de movilidad digno, moderno y eficiente. No es una utopía: ahí está el ejemplo de la Ciudad de México, donde la reorganización del transporte, con modelos como el Metrobús, ha reducido el caos vial y mejorado la experiencia urbana.
Sabemos que Cuernavaca no es la capital del país y que su orografía complica cualquier proyecto. Pero precisamente por eso es momento de pensar soluciones propias, inteligentes y de largo plazo. Nuevas unidades, homogéneas, accesibles, con una imagen moderna; conductores capacitados, contratados formalmente, con acceso a seguridad social; un servicio que deje atrás el folclor urbano bizarro (con frases filosóficas al más puro estilo de Sócrates como “todas mienten”) y abrace la dignidad del espacio público.
El debate no debería ser si el pasaje sube o no. El debate tiene que ser qué tipo de transporte queremos y qué clase de Morelos estamos dispuestos a tolerar. Seguir parchando el sistema con aumentos disfrazados de acuerdos solo prolonga el deterioro. Reinventar el transporte público no es un lujo: es una deuda histórica con la ciudadanía.
Porque al final, no se trata de cuánto cuesta el pasaje, sino de cuánto nos cuesta seguir viajando así. Y ante este panorama salta la pregunta estilo Guasón: ¿en qué clase de Morelos vivimos cuando se plantea subir el pasaje hasta en 50%? Es una gran oportunidad para el gobierno de Morelos de reconfigurar el transporte público en una experiencia digna, nos la merecemos los morelenses.
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