¿En qué momento se dejó de escuchar a los jóvenes, si es que alguna vez tuvieron voz? ¿En qué punto la vida pública se convirtió en un territorio donde la experiencia pesa más que la esperanza, donde las certezas grises intentan imponerse sobre las pulsiones de cambio? Son preguntas incómodas, pero necesarias. Porque cada cierto tiempo, las calles del país recuerdan que las generaciones nuevas no solo heredan problemas: también heredan la tarea de incomodar, exigir y proponer.
México tiene memoria. Y en esa memoria hay un punto de quiebre que siempre regresa cuando los jóvenes se organizan: recordemos el movimiento del 68. Aquel grito estudiantil que exigió libertades democráticas no fue únicamente una protesta contra un gobierno autoritario; fue un parteaguas moral y democrático. Una declaración colectiva de que la juventud también es ciudadanía y que, por lo tanto, tiene el derecho y también la obligación de intervenir en los asuntos públicos. Desde aquel año, cada movilización juvenil carga, de alguna manera, con ese legado: la creencia profunda de que las calles pueden ser un aula de conciencia democrática.
Hoy, más de medio siglo después, volvemos a ver a una generación marchando. La llamada marcha de la Generación Z (diversa, digital, espontánea) ha puesto nuevamente en el centro del debate la participación de las juventudes en la vida pública. Y en esta sinergia, saltan las siguientes preguntas: ¿qué país encuentran éstos jóvenes?, ¿qué futuro están imaginando?, ¿qué tipo de ciudadanía están reclamando?
Lo primero que hay que reconocer, sin rodeos, es que su preocupación es legítima: la inseguridad que atraviesa México no es una percepción, es una experiencia cotidiana que afecta especialmente a quienes, por su edad, estudian, trabajan de noche, se trasladan en transporte público o regresan solos a casa, pero también no pueden no ver la inseguridad de la que es objeto la ciudadanía. La demanda de seguridad de un país donde la vida cada vez se siente más amenazada, es profundamente justa. Y si la juventud marcha, es porque no quiere normalizar, el miedo a pesar de que el gobierno y sus seguidores quieran denostar la marcha, que obviamente tiene tras bambalinas a personajes con intereses contrarios a los del gobierno.
Pero aquí surge otra pregunta: ¿quién escucha realmente lo que dicen los jóvenes? Porque en este país, donde la polarización parece un deporte nacional, ninguna movilización social queda a salvo del intento de apropiación política. Y quizá por eso es necesario admitir algo con el mismo rigor crítico: hay actores que buscan usar estas marchas para golpear al gobierno federal actual. No porque les importen genuinamente las causas juveniles, sino porque descubren en ellas un vehículo útil para sus agendas.
Este señalamiento no deslegitima el movimiento, por el contrario, obliga a protegerlo. La participación juvenil debe mantenerse autónoma, libre de servidumbres partidistas. De nada sirve que levanten la voz si otros quieren decidir el mensaje. Y tampoco debemos negar un hecho evidente: el gobierno encabezado por Claudia Sheinbaum enfrenta cuestionamientos serios por la situación de inseguridad, y esas críticas, si vienen de ciudadanos, no de manipuladores, son parte necesaria de toda democracia. Pero permitir que personajes oportunistas usen a los jóvenes como munición política sería traicionar el sentido del movimiento.
Entonces, ¿qué nos toca como sociedad frente a esta nueva ola de participación juvenil? Quizá lo primero sea reconocer que la democracia no es propiedad de los adultos, ni de los expertos, ni de los partidos, ni de los gobiernos. La democracia se construye desde la pluralidad, desde esa mezcla incómoda pero vital de ideas distintas que se encuentran en el espacio público. Y en ese espacio, la juventud tiene un lugar legítimo, innegociable.
Pero también hace falta reconocer que escuchar no implica coincidir. Que una democracia madura permite que las voces se contradigan, se cuestionen, incluso, se incomoden. ¿Qué tan dispuestos estamos a escuchar a quienes piensan diferente, especialmente cuando esas voces vienen de quienes apenas están comenzando su vida ciudadana? ¿Qué tan preparados estamos para aceptar que no tenemos todas las respuestas?
La marcha de la Generación Z vino a recordarnos que los jóvenes no son un ornamento electoral ni un recurso retórico, aunque muchos los usan para ello. Son actores sociales con criterio propio. No se les puede exigir que sean apolíticos, pero sí que sean críticos; no se les puede pedir obediencia, pero sí pensamiento; no se les puede prometer un futuro mejor sin hacerlos parte de su construcción.
Y quizá esta conversación pública sea una oportunidad para revisar un tema más profundo: la relación entre generaciones. Mientras muchos adultos cuestionan la supuesta falta de compromiso de los jóvenes, ellos están en las calles demostrando lo contrario. ¿No será que la incomodidad proviene de verlos romper inercias que otros aceptaron como inevitables? ¿No será que los jóvenes nos confrontan con nuestras propias renuncias?
Las marchas juveniles, desde 1968 hasta hoy, nos enseñan algo fundamental: cada generación trae consigo una pregunta que el país necesita responder. La pregunta del 68 fue por la libertad. La pregunta de hoy es por la seguridad, por la vida digna, por un futuro habitable. Y ningún gobierno, ni éste ni los anteriores, ni los que vengan, puede darse el lujo de ignorarla.
Al final, la democracia se alimenta del reclamo, del disenso, de la duda. No se construye desde el silencio ni desde el miedo, sino desde la participación informada y el respeto a la pluralidad. Escuchar a los jóvenes no significa celebrarlos incondicionalmente, sino reconocer su derecho a participar y su capacidad para señalar lo que funciona y lo que no.
¿Qué hará México con esta voz juvenil que vuelve a las calles? ¿La acompañará o la descalificará? ¿La escuchará o la manipulará? ¿La integrará a la construcción democrática o la reducirá a un episodio pasajero? Las respuestas no dependen solo de ellos, también dependen de los demás miembros de la sociedad, donde es necesario que se configure en una sociedad crítica y reflexiva.
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