Octubre terminó con un resplandor que parece venir del más allá. Las tardes se tiñen de un naranja intenso, los vientos traen consigo un rumor de hojas secas y el aire huele a cempasúchil, a pan de muerto, y a copal. En México, el año comenzó a despedirse con una celebración que no es sólo un ritual, sino una declaración de identidad. El Día de Muertos no es un simple recuerdo: es una conversación abierta entre los vivos y los muertos, una reconciliación entre el tiempo y la memoria.
En cada altar doméstico se revela una cosmogonía. Hay retratos, veladoras, papel picado que baila con el aire, y frutas que parecen recién bajadas del Edén. Todo es simbólico, todo tiene un sentido que va más allá del adorno. En esa mezcla de lo tangible y lo invisible, de lo español y lo indígena, de lo festivo y lo solemne, México ha encontrado una forma de nombrar la muerte sin temerle.
Lo paradójico del Día de Muertos es precisamente eso: una tradición que se niega a morir. En tiempos donde la globalización amenaza con uniformar los colores del mundo, esta fiesta resiste. Y resiste con una fuerza luminosa. No es que se ignore el Halloween que llega con calabazas y disfraces de superhéroes; al contrario, lo integra, lo reinterpreta, le da ese toque de picardía mexicana que todo lo digiere y transforma. En las calles de Cuernavaca, de Tepoztlán, de Cuautla, de Yecapixtla, Puente de Ixtla, Totolapan o de cualquier colonia o barrio del país, los niños salen disfrazados a pedir calaverita con máscaras de cartón y bolsas de plástico. Entre el terror importado y la ternura local, la cultura mexicana reafirma su capacidad para absorberlo todo sin perderse a sí misma.
El Día de Muertos es una celebración de las mezclas. Tiene raíces prehispánicas, cuando los pueblos originarios rendían culto a sus ancestros y creían que las almas regresaban a convivir con los suyos durante ciertos días del calendario. Los españoles trajeron consigo la visión cristiana de la muerte, el purgatorio, las almas penitentes, y ambas creencias se fundieron en un sincretismo que hoy define nuestra espiritualidad. Por eso la muerte mexicana no es trágica ni temida, sino comprendida. La muerte se sienta a la mesa, se le sirve su plato favorito y se le invita un trago de tequila, algo así como se nos plasma en la película de Macario.
En los mercados, esa comunión se vuelve palpable. Caminar entre los pasillos de flores y veladoras es recorrer una poética del color y del olor. Las montañas de cempasúchil brillan como soles terrenales, las calaveras de azúcar sonríen desde su dulzura, y el pan de muerto exhala su aroma de anís y azahar. En Morelos, por ejemplo, los mercados se llenan de vida los últimos días de octubre. Las familias compran con devoción el copal para purificar, las frutas para endulzar el camino de los que regresan, el papel picado que representa el viento, los vasos con agua para mitigar la sed de las almas cansadas. No hay prisa, al contrario, se espera con entusiasmo, respeto, amor, la llegada de nuestros difuntos.
Pero más allá de los objetos, lo que se compra es un encuentro. En cada familia hay una historia que revive. El altar no es una pieza de museo, sino un acto de resistencia cultural. En cada fotografía hay una herida que se vuelve canto. En cada vela encendida, una conversación pendiente. Y mientras los vivos organizan las flores y el pan, los muertos, dicen, se asoman entre las sombras del atardecer para comprobar que aún se les recuerda.
Hay algo profundamente filosófico en esta tradición. Celebrar el Día de Muertos es reconocer que la muerte no cancela la vida, sino que la completa (escribiría James Douglas Morrison: cancelen mi suscripción a la resurrección). Es aceptar que somos tránsito, polvo, memoria. En palabras de Rulfo, ese gran cronista del más allá mexicano: “vivimos en el mismo pueblo donde los muertos siguen hablando”. En Pedro Páramo, uno de los mejores libros de la literatura mexicana, los fantasmas no son figuras de espanto, sino ecos de una nación que nunca ha dejado de dialogar con sus muertos. Lo mismo ocurre con las leyendas que corren por nuestras calles, como la de La Llorona, que sigue llorando por sus hijos a la orilla del río, entre el mito y la vigilia. En México, los muertos no se van: cambian de casa.
El Día de Muertos también es una forma de resistencia ante el vacío moderno. Frente a la cultura del olvido rápido y la inmediatez digital, esta tradición nos obliga a detenernos, a mirar hacia atrás, a tender puentes entre generaciones. Los altares se levantan como pequeñas islas de memoria en medio del ruido global. Mientras el Halloween comercial se multiplica en escaparates, México recuerda que el verdadero disfraz es la vida misma, esa máscara que usamos para ocultar que, en el fondo, todos somos polvo de estrellas esperando regresar a la tierra.
Quien ha ido al panteón el 2 de noviembre lo sabe: hay un sonido silencioso distinto, casi sagrado. Las familias se reúnen a limpiar las tumbas, a colocar flores, a encender velas que titilan como luciérnagas. No hay tristeza, hay comunión. Se come, se canta, se habla con los ausentes como si estuvieran ahí, porque, de alguna forma, lo están. El panteón se convierte en un punto de encuentro entre el cielo y la tierra, un lugar donde el tiempo se dobla y el alma respira.
Quizá por eso el Día de Muertos nos proyecta al mundo. Porque en un planeta que huye de la muerte, México la abraza. Porque mientras otros construyen monumentos al olvido, nosotros edificamos altares a la memoria. Y en esa paradoja, la de una tradición que no muere porque celebra la muerte, reside nuestra identidad más profunda.
Cuando cae la noche y las velas arden creando una atmosfera distinta a todo el año, el aire parece vibrar con un rumor antiguo. Es el susurro de quienes regresan, de quienes nunca se fueron del todo. En los ojos de un niño disfrazado que dice “soy un vampiro”, en el olor del pan, en el color de las flores, vive un país entero que se sabe mortal, pero también eterno.
El Día de Muertos no es sólo una fecha en el calendario. Es un espejo. Y al mirarnos en él, descubrimos que estamos hechos de lo mismo que los que amamos y ya no están: de memoria, de polvo, de amor y de eternidad, que es esto último en lo que algunos queremos convertirnos.
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