Sin duda, el lamentable deceso ocurrido el día 27 de agosto de la niña indígena originaria de Chiapas, identificada con el nombre de Imelda, quien bailaba en los semáforos de la glorieta de La Luna en la capital del Estado de Morelos para obtener unas cuantas monedas, al ser atropellada por una camioneta de paquetería, ha visualizado nuevamente la precariedad en la que siguen viviendo nuestros indígenas aun en tiempos de la Cuarta Transformación. Y no es que se trate de un suceso aislado en nuestra sociedad mexicana, sino que es una muestra más del olvido que se ha tenido por parte de las autoridades en general sobre este sector de la población.
La pequeña Imelda señalan que fue abandonada por su madre, por lo que quedó a cargo de su tía, también mujer indígena, que no habla español, y que bailaban juntas para poder subsistir en esta sociedad que los ha invisibilizado. Y en este sentido, observamos que no solo fue Imelda víctima de este suceso triste, sino además su tía, que de acuerdo a la normatividad, tendría responsabilidad por el cuidado de la menor; no obstante, se debe atender el contexto de su situación a pesar de que la ley sea exegética.
La muerte de Imelda debería —más bien— tiene que ser un parteaguas; esperando que no sea, como suele ocurrir en el país, un caso más que engrose la lista de tragedias que se archivan en el olvido colectivo.
Es importante recalcar que no debemos hablar solo de un accidente vial y que se busque responsables mediáticos, sino de uno de los retratos más deplorables de un Estado que, pese a las reformas constitucionales en materia de derechos humanos —la de 2011 en particular— continúa fallando en su deber fundamental: promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de todas las personas, bajo los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. Las autoridades han quedado a deber en ello, pues al parecer quieren aplicar lo que dijo en su momento Salinas de Gortari respecto a la problemática indígena en Chiapas: “ni los veo, ni los oigo”.
El artículo 1º constitucional es claro: el Estado debe prevenir, investigar, sancionar y reparar violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, las autoridades solo reaccionan cuando la tragedia ya se consumó, cuando el cuerpo inocente yace en el asfalto, cuando los medios amplifican la indignación. La realidad es que la omisión es la regla: los personajes que encarnan las instituciones en todos sus niveles ven la cruda realidad, pero se hacen los ciegos frente a la pobreza que obliga a cientos de familias indígenas a sobrevivir en las calles, convertidas en sombras invisibles para la mayoría y que solo son enaltecidos como pueblos indígenas para discursos políticos.
El caso de Imelda no es aislado. Es apenas un símbolo de una deuda histórica consistente en la marginación estructural hacia los pueblos originarios. Y mientras los discursos oficiales se llenan de referencias a la "Cuarta Transformación" y a la “reivindicación de las raíces indígenas”, la realidad en las calles exclama otra cosa: niños trabajando en semáforos, mujeres que no hablan español sometidas a la mendicidad, y comunidades enteras atrapadas en la desigualdad y, en muchos casos, en el cacicazgo. Claro, esto no es una realidad que haya nacido netamente con el partido actual en el poder, es una situación que es histórica.
La cuestión es: ¿cuántas “Imeldas” más tendrán que morir para que las autoridades cumplan con la obligación que la Constitución ya les impone desde hace más de una década? No es caridad lo que se exige, sino justicia; no es dádiva, sino el ejercicio de derechos. Si sabían los políticos que no podrían con el paquete, ¿para qué realizar reformas constitucionales que se volverían en armas de dos filos?
La omisión oficial es tan grave como la acción violenta, porque mata en silencio, hora tras hora, día tras día, semana tras semana, en cada esquina donde un niño indígena extiende la mano para pedir unas monedas. Imelda no murió solo por un atropellamiento; pereció, sobre todo, por el olvido sistemático de un país que prefiere voltear la mirada. Y ahora salen muchas instancias de gobierno a pretender realizar acciones para que no se repita algo así; no obstante, están superadas por la realidad: es querer resolver mucho y nada con carencias presupuestales y de personal, y más ahora con la directriz de la “austeridad republicana”. En Defensoría Pública Estatal estaban buscando un traductor para la tía de Imelda, cuando ya deberían haber atendido esas posibilidades desde antaño. Por lo tanto, no podemos hablar de una verdadera democracia existiendo muchas “Imeldas”, porque la democracia no es un tema de solo salir a votar, sino un modo de vida donde haya las oportunidades para todos y lograr lo que nos dijo Aristóteles como fin último del hombre: la felicidad.
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