La semana pasada, las diputadas federales Sandra Anaya y Ariadna Barrera, y los diputados federales Agustín Alonso y Juan Ángel Flores, se tomaron fotos en el recinto legislativo de San Lázaro y las difundieron en sus redes sociales anunciando con orgullo que acababan de votar a favor de la reforma a la Ley de Amparo.
“A ver si no en unos años los que aparecen en la foto sufren las consecuencias de haber aprobado reformas a la Ley de Amparo cuando requieran interponer un amparo contra un acto de autoridad en su calidad de empresarios”, escribí en mi muro de Facebook.
A lo que me refiero es que, hoy ellos están (o al menos así lo aparentan) muy orgullosos de haber participado en esa modificación legislativa tan trascendental en la vida jurídica de nuestro país. Quizás la única que podría alguna vez argumentar que no sabía lo que hacía es la ingeniera industrial Ariadna Barrera, pues la legisladora Sandra Anaya presume su Maestría en Derecho cada vez que puede; Agustín Alonso todos sabemos que es egresado de la Carrera de Derecho de la Universidad Privada y Juan Ángel nos consta que estudió derecho porque compartimos aula en la Facultad de Derecho de la UAEM.
Sin embargo, eso no es el punto al que queremos referirnos, sino que, todas y todos los antes mencionados, combinan su actividad política con la empresarial. Agustín tiene un Balneario y una empresa de Seguridad; Sandra es dueña de marisquerías y Juan Ángel tiene un salón de fiestas flotante en Tequesquitengo.
¿Qué pasaría si alguno de ellos se ve en la necesidad de promover un amparo ante la Justicia Federal contra algún acto de autoridad? Quizás hasta entonces caigan en la cuenta de qué fue lo que hicieron cuando eran legisladores.
Recordemos que durante todo el sexenio de López Obrador, los tribunales mexicanos se llenaron de amparos. Contra el Tren Maya, contra Dos Bocas, contra la Guardia Nacional, contra los cambios en el aeropuerto. Cada gran proyecto del gobierno tuvo enfrente una ola de demandas. Y eso molestó profundamente al presidente, que veía en los jueces no a guardianes de la ley, sino a enemigos políticos empeñados en frenar la “transformación” que él encabezaba (además de que la jefa de ellos no se quiso levantar de su asiento en un evento oficial).
En ese ambiente de confrontación, la reforma a la ley de amparo no nació de un análisis serio ni de un deseo por mejorar la justicia. Surgió, más bien, de una inercia política acumulada durante años: un ajuste de cuentas, una manera de restarle poder al Poder Judicial.
En la publicación que hice en mi muro de Facebook con la foto de las y los legisladores antes mencionados, no faltó quien comentara que “sólo que cometan lavado de dinero o evasión fiscal”. Esa es la narrativa que los miembros de Morena están difundiendo entre “el pueblo bueno”: que antes el Poder Judicial estaba al servicio de los ricos y que ahora estará del lado de los pobres.
Lo que no deben perder de vista es que muchos morenistas son nuevos millonarios y en alguna ocasión puede ser que ellos requieran de la protección de la justicia federal. Ahora están muy contentos porque Ricardo Salinas Pliego ya no podrá evadir el pago de impuestos mediante amparos, pero no reparan en que algún día ellos pueden estar ante una injusticia del gobierno federal y no habrá quien los defienda.
Diversos juristas y especialistas en derecho constitucional han advertido que la reforma a la Ley de Amparo aprobada en 2025 presenta varios riesgos y desventajas que podrían debilitar la protección de los derechos fundamentales en México. Una de las principales críticas es que la nueva definición de “interés legítimo” restringe considerablemente el acceso al amparo. Antes bastaba que una persona o colectivo demostrara una afectación potencial o general derivada de un acto de autoridad; ahora se exige acreditar una lesión real, individual o diferenciada del resto de la población. Esto limita la posibilidad de que comunidades, organizaciones civiles o grupos ambientalistas promuevan amparos colectivos para defender causas comunes, como la protección del medio ambiente, el derecho a la salud o el acceso al agua.
Otra desventaja señalada por constitucionalistas como Diego Valadés y por organizaciones como México Evalúa es que la reforma reduce el alcance de las suspensiones. Los jueces ya no podrán otorgar medidas cautelares que frenen la aplicación de leyes o políticas públicas de manera general, aunque se alegue violación a derechos humanos. Esta restricción implica que actos de autoridad potencialmente inconstitucionales seguirán vigentes hasta que se resuelva el juicio, lo que puede tardar meses o años, dejando a los afectados sin protección inmediata. Además, hay preocupación por los casos en que se prohíbe la suspensión, como en congelamiento de cuentas, deuda pública o seguridad nacional, pues se elimina la posibilidad de detener abusos mientras se analiza la legalidad del acto.
También se ha advertido que la reforma puede tener efectos retroactivos. Aunque los legisladores aseguraron que no afectará juicios concluidos, el texto transitorio no descarta su aplicación a procedimientos en curso, lo que genera incertidumbre jurídica. Expertos como Pedro Salazar sostienen que esto podría vulnerar el principio de irretroactividad consagrado en el artículo 14 constitucional, afectando la seguridad jurídica de los promoventes.
Otra preocupación es que, al limitar los efectos generales de las sentencias de amparo, se vuelve más difícil corregir normas inconstitucionales. Antes, cuando la Suprema Corte declaraba inconstitucional una ley en varios amparos, podía ordenar su invalidación general. Con la reforma, el beneficio solo se aplica al quejoso, obligando a cada persona afectada a promover su propio amparo. Esto fragmenta la protección judicial y prolonga la vigencia de normas posiblemente contrarias a la Constitución.
Finalmente, aunque la reforma incluye medidas para modernizar y digitalizar el proceso, abogados litigantes advierten que en muchas regiones del país el acceso a Internet o la capacitación tecnológica es limitada, lo que podría excluir a personas de bajos recursos o comunidades rurales. En conjunto, los críticos consideran que esta nueva ley prioriza la eficiencia administrativa sobre la protección de derechos, desnaturalizando el espíritu original del juicio de amparo como la máxima garantía del ciudadano frente al poder del Estado.
HASTA MAÑANA.