Hay fechas que van más allá del calendario, funcionan como puntos de encuentro simbólicos. Días que concentran memoria, identidad y una energía colectiva difícil de explicar, pero fácil de sentir. Y en esta sinergia en México, el 12 de diciembre es uno de ellos. No hace falta nombrarlo desde la fe para reconocer su peso cultural: es una jornada donde la historia, la tradición y la vida cotidiana se superponen con naturalidad.
Ese día, desde hace siglos, ha operado como un eje identitario. En torno a una figura femenina que se volvió símbolo, no sólo religioso, sino histórico, cultural y social, y con ello se fue tejiendo una narrativa común. Una imagen que acompañó procesos de resistencia, que estuvo presente en momentos fundacionales del país y que ayudó a construir un lenguaje compartido entre pueblos distintos. En ese sentido, su relevancia trasciende los templos: forma parte del imaginario nacional.
Pero diciembre no solo convoca a la memoria colectiva; también abre espacios para lo íntimo. Hay encuentros que suceden en fechas señaladas y que, sin proponérselo, quedan asociados para siempre a ese día. Caminos que se cruzan cuando el ánimo social es distinto, cuando la gente parece más abierta, más dispuesta a escuchar y a mirar al otro con menos prisa. Son coincidencias que no se explican, pero que se agradecen.
Tal vez por eso estas semanas se sienten distintas. Las vísperas decembrinas traen consigo una suerte de pausa emocional. Las ciudades cambian de ritmo, las conversaciones se vuelven más largas y los recuerdos más insistentes. En ese ambiente, los encuentros humanos adquieren otro significado: no son casuales, son oportunos, como los eclipses, citas entre el sol y la luna.
A la par de estas fechas, se aproximan las posadas, una de las tradiciones más arraigadas del país. Más allá de su origen, representan un ejercicio comunitario: pedir y dar alojamiento, abrir la puerta, compartir lo que se tiene. Son rituales que recuerdan la importancia del otro, del grupo, del acompañamiento en el trayecto. En tiempos marcados por la fragmentación, estas prácticas siguen enseñando el valor de lo colectivo, de la comunión entre las personas.
No es menor que tanto la figura Guadalupana como las posadas hayan estado ligadas a procesos históricos clave, incluidos los movimientos de independencia. En ambos casos, se trata de símbolos que ayudaron a cohesionar, a dar sentido de pertenencia y a ofrecer una esperanza común cuando el futuro era incierto.
Y quizá esa sea la palabra que mejor define estas fechas: esperanza. La esperanza de que algo bueno puede comenzar, de que los encuentros (personales o colectivos) tengan un propósito, de que el cierre del año no sea solo un final, sino una promesa. Diciembre, con toda su carga simbólica, sigue recordándonos que la identidad no es solo pasado, también es la posibilidad de coincidir en ese fugaz momento llamado vida, de reconocernos y de creer que los caminos, cuando se cruzan en días especiales, no lo hacen por accidente, sino por alguna razón.
Hay quienes han dicho, desde la música y la poesía, que el futuro es incierto (Jim Morrison) y que en esa incertidumbre habita tanto el vértigo como la libertad. Asumirlo no implica pesimismo, sino conciencia, nada está garantizado y, aun así, vale la pena avanzar. Frente a esa visión, también existe la convicción de que imaginar un mejor mañana (John Lennon) es un acto profundamente humano. Pensar el futuro con esperanza, como una construcción posible y compartida, no niega las dificultades, pero les da sentido. En estas fechas, cuando el año se repliega sobre sí mismo, esa combinación entre lucidez y optimismo parece necesaria, aceptar lo incierto, sin renunciar a la posibilidad de que lo que viene, si se piensa y se desea en colectivo, pueda ser mejor, claro, es fácil si lo intentas.
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