«Ni la muerte puede acabar con el amor más intenso», dice el subtítulo de la novela Valle de Fuego de Sandra Becerril (Ediciones B, 2018). El texto inicia fuerte, con la narración en primera persona de la protagonista, Mia, en el desierto de Nevada, en EUA, donde inicia una búsqueda imposible.
Esta borderline es una escritora que busca a su amor perdido, más bien a un hombre mayor con quien vivió un romance efímero pero intenso; un amor desbordado en anécdotas y pensamientos. El hombre fue asesinado en México y Mia busca su rastro acompañada de su nuevo amante, más joven y con un perfil más oscuro.
«No somos libres más que para elegir entre el placer y la amargura, y entre eso prefiero mil veces el placer», piensa Mia (p. 15). De eso y más va la novela: hay placeres y dolores, delirios y excesos, amores y pérdidas, muerte y traición. En la búsqueda de su viejo amor, Mia emprende una investigación errática que se instala Las Vegas, donde todo puede ocurrir y ocurre.
Becerril es valiente al escribir una novela donde la protagonista podría ser ella misma y establece (quizás) un diálogo con su realidad, más allá de la historia. Intercala ideas críticas sobre la maternidad, el ser mujer en el mundo de las letras, tener amantes y amores sin banales juicios morales, mezclar el exceso con sentimientos profundos, etcétera.
Algunos detalles son sórdidos: sangre en las bañeras, tripas de fuera, ojos extraídos, traición y ataques violentos, pero lo que más sorprende no es la atmósfera lúgubre en que mete al lector, sino los giros que ocurren vertiginosos, al borde de la esquizofrenia de Mia.
Por momentos la historia es predecible y común (Las Vegas, un amigo mexicano que genera desconfianza, una conspiración que no cuaja, una actriz en busca de éxito fácil), pero cuando comienza a girar, después de que Mia descubre su embarazo, puedes sentirte encima de un juego de feria que da vueltas sin parar y con gran riesgo.
Mia toma pastillas para su locura, pero lo hace sin ganas, deseando por momentos quedarse en el mundo de sus negras fantasías, donde puede ser feliz si se aferra a sus obsesiones. En ella (en su mente dispersa) se centra parte de la historia, hasta confundirse los hechos con la realidad.
El joven y pusilánime amante (reemplazo del amor verdadero) es una buena estampa del hombre que esconde en una apariencia obediente al demonio con quien uno no quisiera encontrarse nunca. Desde el inicio da asco su lealtad, pero todo empeora cuando su obediencia alienta el fanatismo de Mia por el viejito muerto y mutilado.
Dan ganas de robarse a un personaje tan malo que parece más real que la protagonista. Es difícil hallar en la realidad (la nuestra) a una mujer tan bella, intrépida y enloquecida, pero es sencillo en nuestra sociedad hallar en cualquier bar a un Noah narcisista y lamesuelas, los hay incluso en nuestro ambiente literario mexicano.
Hay perversidad en la novela, límites rebasados, aunque también lealtades cruzadas y amistades consolidadas. Como subgénero ha de ser un híbrido. Por momentos es novela negra, pero luego se va hacia algo más gore, con pinceladas de novela erótico-errática de amor. Vaya imaginación más turbia, es decir, más saludable, pues en Becerril se reconoce la libertad de crear hasta saciarse.
Me queda claro que la autora entrega todo al escribir, que no se guarda nada, ni obsesiones ni manías, ni fantasías ni oscuridad. Y también hay que destacar que Sandra Becerril tiene un humor tan negro que podría ser una marca registrada. Eso se agradece: el humor pertinaz de quien sabe disfrutar de la vida y de la muerte.
Al final de los giros, la historia se resuelve en uno de los finales posibles. Mia, sola ahora, encuentra respuestas con la conclusión adicional de que nada puede hacer más que renacer en medio del desierto. Y queda ahí como una vagabunda a punto de avanzar por la carretera rumbo a ninguna parte. O bien, como una chamana indígena que ha recobrado la razón luego del más tremendo dolor.
Estas son solo reflexiones sobre su lectura, no es una reseña y mucho menos una crítica.
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