Te voy a platicar cómo escribí mi novela Óleo sobre ketamina, que ya va en su séptima edición. Comenzó en julio de 2005 en Cuernavaca. Ese año nacería mi hija y yo tenía muchos pendientes con mi pasado. Decidí contar una primera historia.
Crecí en Civac Gótica, ahí en Jiutepec, lugar extraño, exótico y excéntrico. Fueron diez años de intensidad dentro y fuera de mi casa. De los 7 a los 18 años viví hartas experiencias, entré a muchas viviendas, acudí a bastantes fiestas, gocé y padecí, aprendí del primer amor y de las más tristes jornadas.
Civac era un gueto dentro de una suburbanía de reciente creación. Comparado con pueblos centenarios como Tejalpa, se trataba de un invento del desarrollo económico y carecía de lo pintoresco de la provincia. Eran casas y fábricas grises y angulosas, con calles bien trazadas y una jerarquía social insoportable. Un caso digno de estudio.
A alguien le pareció buena idea inventarse un pueblo sin identidad ni arraigo, con conflictos sociales inminentes y sin verdadera seguridad laboral. Éramos los resabios de diversas tribus, que exiliadas y muchas veces tristes llegaron allá con el aire de superioridad que da la desconfianza.
No fuimos un pueblo, pero sí una tribu, de bárbaros desnutridos pero aspiracionistas. Civac se convirtió en un sistema autocontenido, donde aprendimos a conocernos, a soportarnos y a saludarnos en las taquerías. Ahí crecimos muchos, pero no todos fuimos felices. El dolor estaba en el aire.
Ocurrieron diversas desgracias en Civac: conocí historias personales desgarradoras, vi y viví las violencias, presencié los abusos, padecí la ley de la selva baja caducifolia. Sobre todo, me defendí a golpes de otros nativos más turbios y descontrolados. Tengo aún muchos conocidos allá, hice pocos amigos.
Las noches de mi adolescencia en los años noventa son una huella mnémica imborrable. De ellas surgió Óleo sobre ketamina. Veladas cantando junto a gente ebria, drogada, con ganas de sexo e instintos suicidas. Una banda de bordeliners con ambiciones de artistas, muchos de los cuales fallecieron, fueron asesinados, mataron o llegaron a adultos con una salud mental precaria.
Civac era, sobre todo, un lugar del cual salir, del que había que huir lo antes posible. De eso trata mi novela. No satanizo la colonia y sus gentes, pero tampoco romantizo la precarización de una cuasi sociedad arbitraria y confundida.
La protagonista que se suicida en las primeras páginas es muchas mujeres con las que conviví. El resto de su pandilla también. Su hermano Ramiro, quien inicia una investigación sobre las causas de su hermana muerta no existe, pero debe haber algunos por ahí: los que no se divertían pero que tampoco eran los más aburridos: una rara avis en la fauna local.
La familia de estos jovencitos, completada con un padre imbécil y una madre nulificada, era una de las típicas de la zona. Ellos guardaban, sin todos saberlo, secretos inconfesables y sombras terribles. Sus vidas fueron dramáticas y pusilánimes, escondidas en la careta de lo normal, de lo moral y del aquí no pasa nada.
El trasfondo de la historia es la injusticia, más específico: la herida de infancia de injusticia, vivida especialmente por la más vulnerable del hogar: la hermana pequeña. En ella se proyectan los defectos de una sociedad que poco tomaba en cuenta la salud mental, el cuidado de la infancia, la razón, así como la estridencia en las calles y escuelas.
Para muchos en más fácil hacer como que no ven el dolor ajeno o normalizarlo. Mi propósito es denunciar, con mi palabra, una realidad adversa de la que no todos salimos limpios. Escribí esta novela para dejar testimonio de una época y un lugar, de lo que fue mi realidad, en parte, en un lugar donde yo no decidí vivir, a donde me llevaron como rehén.
Claro que también disfruté algo de mi infancia-adolescencia en Civac, pero eso lo cuento en otros libros. Este es de sufrimiento e injusticia. Es un homenaje y una crítica, es una anécdota que pudo ocurrir y mucho de lo que vi por entonces. Es parte de mi versión de los hechos.
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