Sociedad

Baltazar Trejo


Lectura 4 - 7 minutos
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Baltazar Trejo

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Fotógraf@/ MÁXIMO CERDIO
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Jojutla. Es de noche en la Unidad José María Morelos y Pavón, y la luz de las luminarias apenas y aclara el estacionamiento común de la cancha techada, donde una mujer vende sus últimos elotes y esquites.

Una pareja joven con dos niños, uno de dos años y otra de cinco, se acerca a un trampolín; allí, un hombre moreno, pequeño, abre la malla de seguridad.

Los chicos se quitan los zapatos y se meten a saltar y a jugar con las pelotas y unos animales montables de plástico.

El muchacho le extiende al hombre unas monedas y éste las pone en la palma de su mano y las comienza a palpar. Sus dedos son como gusanos ciegos olisqueando líneas en el anverso y en el reverso de los metales. Una vez seguro de que le dieron la cantidad correcta, le dice al cliente: “Son 20 minutos, pero yo le doy 25”.

El muchacho va hacia su esposa, que compra un elote.

El hombre se echa las monedas pobres al bolsillo del pantalón, “ve” su reloj de pulsera, se sienta frente a las escalinatas para entrar al juego y se recuesta sobre sus propias manos enlazadas.

En su silla de lona y tubos, el hombre espera a que lleguen más niños, aunque sabe que ya es tarde para que los chamacos anden afuera de sus casas, además, no es sábado ni domingo.

Baltazar Trejo nació hace 77 años en una ranchería de la montaña alta de Guerrero, y desde los 13 años salió de su casa para nunca regresar.

Llegó a Tehuixtla y comenzó a trabajar ayudando en las labores del campo a los pequeños propietarios de la región.

Ahí estuvo algunos años, y una vez que andaba por Jojutla encontró a dos personas más que venían del rancho de donde Baltazar había salido, y decidieron irse a trabajar fuera de Morelos.

Así, los llevaron a Martínez de la Torre, Veracruz, al Ingenio Independencia.

Entre los jornaleros se organizaron y estuvieron trabajando un buen tiempo ahí. Laboraban en el corte de caña y en la cosecha de otros productos como frutas y hortalizas.

El trabajo era muy duro. Se empleaban 12 personas para un camión y no sólo se cortaba la caña, ellos mismos lo debían subir a los camiones. No había máquinas, como en la actualidad, que hacen el trabajo más liviano y permiten que el tiempo de carga se aproveche en el de corte.

Baltazar recuerda que vivían en campamentos en el campo de cultivo y que había una mujer, esposa de uno de los cortadores, que les hacía de comer por una cantidad de dinero semanal.

De ahí siguió trabajando en otros ingenios en varias partes de la república mexicana, y también en los cultivos de hortalizas, en las huertas, etcétera; incluso, estuvo un buen tiempo en Tamaulipas.

Tuvo varias mujeres, pero nunca se casó, el trabajo que realizaba no le permitía distraerse. Todos los días eran de labor, porque había que sacar para la comida diaria.

Así, estuvo durante muchos años realizando actividades del campo, pero un día que estaba sin empleo, una persona que tenía unos juegos mecánicos y que viajaba por los pueblos donde había celebraciones, le habló y le ofreció trabajo como ayudante, y como nunca le corrió a la chamba, dijo que sí. Con este patrón estuvo muchos años y recorrieron muchos pueblos, muchas rancherías.

Una vez, cuando descansaban de una de las giras, su patrón le sugirió que pusiera su propio negocio. Ese día, su empleador le regaló una base de madera y Baltazar construyó un juego llamado “Globero”.

El Globero es una hoja de madera a la que se le amarran unos globos, que el jugador debe romper con dardos, desde una distancia prudente. Si revienta tres, le dan un premio; la otra modalidad es que cuando el globo se revienta, trae un papel con el nombre del premio, generalmente juguetes baratos o cerámica corriente.

Con ese negocio viajó mucho, se integraba a las ferias y aparte de tener él su propio negocio, ayudaba a los patrones y también recibía dinero por ello.

Como dueño del juego llegó a viajar más adelante de Acapulco, a Ometepec, Guerrero; después anduvo por Altamirano, Arcelia, Salitre y regresó a Jojutla, Morelos.

Después del globero puso una tarima de aros en los cuales el jugador debe arrojar una moneda y hacer que ésta quede adentro del aro. Con este juego también viajó a varios pueblos de Guerrero y Puebla. Aún conserva la tarima, pero como ya no puede ver bien, ya no la instala.

El patrimonio de Baltazar está compuesto por su pequeña silla de lona y tubos de metal, dos o tres ollas, dos o tres platos, unas cubetas, unos chiquihuites… Todo lo acerca a la base del juego o lo mete debajo.

El trampolín es su posesión más preciada, de aquí come todos los días, aunque las personas que venden alimentos cerca de la cancha le regalan algo de lo que cocinan.

Este juego tiene ya más de 15 años con él; si no se ha muerto de hambre es por lo que puede ganar todos los días.

Desde luego, le ha dado mantenimiento, ha comprado la malla varias veces, el elástico también ha sido sustituido por uno nuevo, el peso de los niños y de los años han roto varios.

También ha cambiado las pelotas y los muñecos, ya que no se deben ver muy usados, y siempre deben estar limpios. Aunque los chamacos pueden jugar con cualquier cosa, los papás se fijan mucho en el estado de los objetos con los que se divierten sus hijos.

Baltazar vive ahí en el área común de la Unidad Morelos desde hace más de un año y medio, y no tiene parientes. Nadie le puede decir que es una persona desdichada por estar en la situación en la que está desde hace muchos años.

Come, se asea, gana dinero para sus necesidades básicas, nadie depende de él. Su patrimonio está a la vista, no necesita más o, al menos, eso cree uno.

Cuando le preguntan si le interesaría tramitar su pensión, responde que sería bueno.

Además de tener una pérdida casi total de la visión, no oye bien, tiene uno que subir la voz o gritarle para que medio escuche.

Algunos vecinos lo conocen y lo procuran, dicen que faltaría una persona de trabajo social que le ayudara a reunir sus documentos para que tramitara su pensión.

La tarea no es sencilla, considerando que el hombre no tiene familia ni documentos, es decir, acta de nacimiento, credencial para votar con fotografía. No tiene comprobante de domicilio, vive ahí en la esquina de las canchas; antes tenía su juego en Galeana, en la calle.

En la tienda de la Unidad, Doña Cris, la dueña, conoce a todo el mundo y lo sabe todo.

Una vez llegó un cliente y le preguntó:

-¿Qué le puedo comprar a Baltazar para que acompañe su comida?

-Siempre viene a pedir una coca, pero de vidrio. Siempre pide eso- responde.

-¿No es mucha azúcar para él?

-A su edad, él puede tomar lo que quiera- Asegura.

Poco después de media hora de juego, Baltazar tentalea su reloj de pulsera, hace como que ve la hora. Entonces, levanta la voz y dice a los papás que ya les dio unos minutos más, abre la malla de seguridad y los niños salen del juego.

El hombre se vuelve a recostar en su silla como si descansara o esperara algo o a alguien.

La elotera recoge sus trastos y los amarra a un diablo.

-¡Hasta mañana! Le dice.

Baltazar no responde, porque no la escucha ni la ve. En unas horas cerrará su negocio y se meterá a dormir dentro del trampolín.

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Máximo Cerdio

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