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Obsesiones. Libros


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Obsesiones. Libros
Fotógraf@/ TOMADA DE LA WEB
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De pequeño no comprendía cómo la fragilidad de sus hojas se conservaba en un ambiente tan bibliofóbico: agua, fuego, sol, humedad, caídas, hongos, polvo, pobreza, insectos, diversas sustancias y maltratos; aun así, los libros se atesoraban años, décadas, siglos (por su año de edición). A mis manos chiquitas llegaron libros hechos 20 años antes de que naciera, ¿cómo era posible?

Experimenté con ellos: doblé hojas, rayé páginas, arranqué alguna, los tiré al piso, los mojé y quemé. No con los de casa (pocos, pero había), sino con los libros de texto, otra cosa rarísima: ¿libros gratis? De seguro, un engaño: no hay libros gratuitos, sino doctrinarios y financiados con nuestros impuestos; a mis 20 ya habría pagado todos los que llevé en mis escuelas federales.

Fuera del tramposo costo gubernamental, su contenido me sorprendía positivamente, como cuando leí a Gabriela Mistral, en cuarto grado; o cuando descubrí fragmentos o resúmenes de clásicos: Shakespeare, Homero y más. Amado Nervo me marcó con su conocida metáfora “Muy cerca de mi ocaso…”; comencé a comprender la sublimidad de la palabra; no gracias a mis maestros de primaria, que no rebuznaban porque no estaba en su contrato colectivo, sino por los libros mismos, la palabra ejerciendo sus derechos.

Luego comprendí que los libros ampliaban mis horizontes de aprendizaje y de vida. En algunas enciclopedias descubrí datos inverosímiles para mi edad, pero ya me fui acostumbrando, mientras avanzaba en lecturas y en estudio autodidacta.

De niño fui abandonado en los Veranos en mi Biblioteca; dolió pero lo agradezco. En la Biblioteca Baja California del Parque Melchor Ocampo de Cuernavaca y en la Biblioteca del Parque España en la Condesa (CDMX) descubrí muchas más posibilidades de lectura, además de manualidades con papel (décadas después dominé la encuadernación como variación editorial).

Descubrí que cerca de los libros ocurren otros fenómenos interesantes: silencio respetuoso, conocimiento por sí mismo, ajedrez, filosofía, humanismo, admiración, magia. Lo comprobé con los años, cuando, incluso, me convertí en un hacedor de libros.

Un día inauguraron la Biblioteca Central Estatal en la Alameda de Cuernavaca, que visité apenas abrió. Iba en secundaria y conocí la envidia: hartos libros nuevos, relucientes, nacionales y extranjeros, mapas, cine. Ahí estaban Neruda, Borges, Benedetti, tantos más. Parte de esa biblioteca fue convertida en oficinas de gobierno, gracias a mentes pequeñas de burócratas imbéciles.

Mi gran descubrimiento bibliográfico ocurrió en la universidad (UAEM). Ahí maestros, bibliotecas y compañeros me mostraron colinas más amplias en el valle de la bibliofilia. Descubrí también las librerías de viejo y mi biblioinstinto se despertó enloquecido y más agudo.

En cuarto semestre de la licenciatura comencé a vender libros y editar revistas, lo que representó una cadena de eventos afortunados que me llevaron a imprentas, librerías, centros culturales, periódicos, bazares, medios, archivos privados, galerías; incluso al Fondo de Reserva de la Biblioteca Nacional (UNAM) y luego al pináculo de mis filias hasta ahora: la Biblioteca Palafoxiana (Puebla).

Desde mis 19 años casi todo ha sido libros, o bien, los libros han sido parte de cualquier aspecto de mi ser: sanación, profesión, aprendizaje, amor, paternidad, docencia, escritura, edición, vínculos, cocina, viajes, alquimia y logos.

Lo mío no es bibliofilia, sino bibliopatía; asumo esta denominación con honor. Soy hombre de letras y conocimiento; a mis 44 años ya no me molesta decirlo; no me avergüenzo de lo que sé ni de lo que he hecho. Por mis manos han pasado miles de libros en casi todas sus modalidades y tengo claro que así será hasta mi final. Mi vida vale, en especial, por cinco cosas: ser yo, ser papá de Antonia, mi familia, mis amigos y lo que yo llamo mis libros. Lo demás, dijera Borges, es circunstancial.

De oficio, soy escritor, pero también editor, asesor, impresor, encuadernador, lector, dictaminador, corrector, tallerista, colaborador, columnista, librero, creador de libros, diseñador, conferencista, algún día especialista y quizás en mi ocaso erudito. De los libros he recibido mucho; sobre todo, me han enseñado que el arte es libertad y diálogo.

Desde que despierto y hasta el anochecer mi vida transita por libros: páginas, palabras, letras, discursos, historias; los publicados hace miles de años y los que aún no hago pero pienso; los que escribo y los que leo o releo; los que vendo o regalo. Mis libros, todos, míos. Libris et libertate in perpetuum.

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Daniel Zetina

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