La semana pasada te hablé sobre cómo escribí mi novela Óleo sobre ketamina, una historia triste, cruel, con temas difíciles como el suicidio, las adicciones, la delincuencia juvenil, el presidio, entre otros. Es una historia como muchas hay en la realidad, que ha sido bien recibida por el público lector a lo largo de los años. Hoy te comparto un fragmento, el inicio de la novela:
«Ramiro Gómez Lara comenzó la carrera de derecho a los veinticuatro años. Sus motivos eran obvios. Encerraban una historia circular: su hermana menor, Daheli, era una joven grafitera. Una noche la detuvieron, junto con otros cuatro compañeros de la klika Fesk, cerca de su casa. Vivían en la zona habitacional de la Ciudad Industrial del Valle de Cuernavaca, Civac, en el municipio de Jiutepec, en Morelos. Los llevaron a la delegación de la policía en una patrulla. Estuvieron encerrados setenta y un horas. Cuando iban a liberarlos, el ministerio público, Óscar Tinajero, ordenó que llevaran a Daheli y a su amigo Éric a la penitenciaría. Los cargos se conocerían poco después: secuestro, robo calificado, agravado por violencia, intento de violación, abuso de confianza, delincuencia organizada, portación de arma de uso exclusivo del ejército y extorsión. La parte acusadora era Elvira Santoyo, maestra de la Escuela Primaria Tepoztécatl.
Cuando Ramiro escuchó los cargos se le nublaron los ojos de llanto. ¿A qué se debía aquello? No era posible, sin duda, no podía serlo. Daheli era irresponsable y un poco vaga, pero no era mala persona. Además, quería estudiar artes visuales. Ya tenía su ficha para el examen de admisión. Ramiro estaba convencido de que su hermana no era una criminal. Aquello no debía estar pasando, pero pasaba.
Años antes, ambos habían cursado algún año de la primaria con la maestra Elvira, como muchos de sus vecinos. A Ramiro le había dado clases en cuarto grado: recordaba perfectamente que era una maestra malhumorada y torpe, incapaz de resolver las dudas más elementales de sus pequeños alumnos.
A Daheli le había dado clases apenas cinco años atrás, en sexto grado. ¿Qué le habría pasado a aquella mujer para acusar a una ex alumna de delitos tan graves? ¿Habría guardado rencor por las burlas de los niños durante tantos años? El hecho era incomprensible a todas luces. Ramiro pretendía ajustar los hechos a los criterios de la lógica, cuando menos del sentido común, pero no podía, su cabeza era una maraña de dudas.
Ramiro se puso en acción y buscó interrogar al resto de la klika. Al parecer, la pequeña banda constaba de seis integrantes y con dos en prisión y dos escondidos quién sabe dónde, solo pudo entrevistarse con Pepe y Paulo, a quienes encontró en sus casas. Habían sido regañados y estaban inseguros. Temían que la policía regresara por ellos. Los protegían sus padres, que ya habían consultado abogados, por si la demanda los alcanzaba. Ramiro habló con ellos, pero no logró sacarles ninguna información. Habían estado con Éric y con Daheli todas las tardes desde hacía un mes y consideraban absurdas las acusaciones en contra de sus amigos. “Es imposible”, decían también. “Imposible, pero es”, les contestó Ramiro, “y necesitamos algo para poder defenderlos”.
La familia de Ramiro —los Gómez Lara— eran de clase mediabaja. No contaban con los recursos para contratar a un buen abogado y ni pensar en un investigador que les ayudara a esclarecer el caso. Debieron recurrir, primero, a un abogado de oficio, lo que siempre es una mala opción. Gracias a la ayuda de vecinos, amigos y familiares, pudieron contratar a Janet Ríos, una joven abogada con muchas ganas pero con poca experiencia en causas penales de verdad.»
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