Guadalupe Harumi Espíndola Cortez
Universidad Autónoma del Estado de Morelos
Cada comienzo de ciclo escolar trae consigo un tema molesto para los padres de familia: las “cuotas voluntarias”. La palabra “voluntarias” a primera vista sugiere una elección, un acto de generosidad que no obliga ni impone presión alguna. Sin embargo, la realidad en las escuelas públicas es otra y estas cuotas son las que sostienen y mantienen en funcionamiento las instalaciones de los planteles educativos. Sin ellas la rutina escolar se vendría abajo, y aquí es donde las cuotas entran en juego, no pagan lujos, pagan lo más básico, como pintura, llaves de agua rotas, baños y áreas de recreación para que estén en condiciones dignas, pasillos limpios, vidrios rotos, butacas en mal estado y, en algunos casos, al personal de apoyo de limpieza.
Mientras que los niños corren por las instalaciones de sus escuelas ajenos a la complejidad de la gestión escolar, los padres de familia y maestros saben los peligros a los que se enfrentan por no tener áreas dignas para su desarrollo. Cada peso que entra evita que las escuelas se conviertan en un lugar inseguro, sucio e indigno para estudiar, jugar y hacer las demás actividades educativas.
Cuestionémonos por un momento: ¿de dónde sale el dinero para comprar escobas y botes de basura?, ¿quién mantiene limpias las áreas comunes?, ¿quién repara las butacas y reemplaza los vidrios rotos? Todo esto no aparece por arte de magia, es financiado en gran medida por las cuotas voluntarias que aportan los padres de familia. Si alguien se abstiene de pagar, la consecuencia se diluye en el esfuerzo de los demás, pero la verdad es más dura de lo que parece, porque si nadie aportara, el sistema colapsaría. Los baños se volverían insalubres, la pintura de las aulas estaría en mal estado y la escuela caería en el abandono.
Las cuotas voluntarias no son un capricho de los directivos ni un invento para sacar dinero, son la base de lo que se exige en una escuela: que los alumnos aprendan en un lugar ordenado, limpio y seguro. Esta situación nos pone ante un espejo, si queremos las mejores condiciones escolares debemos ser parte de la solución. Aunque represente un gasto significativo para algunas familias, también es cierto que lo que se aporta regresa en forma de beneficios. No es dinero perdido, se ve reflejado en paredes recién pintadas, en material y áreas seguras. Sin esas aportaciones, los alumnos se acostumbrarían a estudiar entre paredes descarapeladas, focos fundidos y pasillos sucios.
La realidad es clara, sin las cuotas voluntarias el avance de las escuelas se detiene; por más que sea un tema molesto, es una verdad que tarde o temprano debemos reconocer. Son estas contribuciones las que sostienen la educación de los hijos. Por eso no se trata de pensar si vale la pena aportar o no, se trata de entender que al dar la cuota, está asegurando que su hijo estudie en un lugar digno. Las escuelas necesitan de los padres de familia, y si todos ayudan, el lugar en donde sus hijos aprenden y crecen seguirá funcionando.
Imaginen la cara de sus hijos al correr en un patio seguro, su concentración en un salón limpio, su curiosidad al aprender con herramientas adecuadas. Estas victorias diarias, esos momentos de magia, son la verdadera recompensa de su esfuerzo.
En esencia, las cuotas voluntarias son la diferencia entre un plantel que prospera y se mantiene en pie cada mañana, a uno que se desmorona a la vista de todos. Son más que un pago, son la prueba de que como comunidad estamos dispuestos a levantarnos por la educación, es el vínculo invisible que nos une en un objetivo común: asegurar que las escuelas de los hijos no solo abran las puertas por la mañana, sino que brillen siempre por dentro y por fuera. Es el abrazo que le da a sus hijos cada mañana al dejarlos en la puerta de la escuela, sabiendo que están en el mejor lugar posible.