Uzziel Ismael Becerra Estrada
Universidad Autónoma del Estado de Morelos
El proceso de regresión democrática en nuestro país inició una nueva etapa de consolidación autoritaria con la captura del Poder Judicial de la Federación, a partir del primero de septiembre del dos mil veinticinco, fecha en que tomaron protesta las y los ministros de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación, magistrados y magistradas de los Tribunales Colegiados de Circuito, del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial y titulares de los Juzgados de Distrito, mayoritariamente impulsados por el partido en el poder.
Resulta importante reflexionar sobre la forma en que se concretó esta captura del Poder Judicial de la Federación, puesto que las nuevas reglas del juego no solo obligaron a la mitad de los juzgadores federales a dimitir de sus encargos y nombramientos, sino que se construyó un nuevo esquema de elecciones en el que los partidos políticos no tuvieron injerencia, salvo por el partido del régimen, de forma ilegal. Esta captura es, sin lugar a dudas, el atentado más grande a la división de Poderes en nuestro país, al haberse promovido por el expresidente López Obrador como último presagio de su administración, consignando a la supermayoría parlamentaria de Morena y sus partidos aliados a realizar una reforma constitucional a toda costa, utilizando la amenaza, el secuestro y la extorsión de por medio para conseguirla.
La idea de contar con un Poder Judicial que se dedique a impartir justicia con imparcialidad, independencia y autonomía de otros Poderes o agentes públicos, con apego estricto a la legalidad, a los bloques de constitucionalidad y convencionalidad para salvaguardar los derechos humanos de todas las personas, se ha desvanecido. Hoy, la justicia constitucional, queda en entredicho con una nueva Suprema Corte integrada por aliados del régimen político y subordinada a un proyecto partidista, precisamente porque la función del Poder Judicial es poner un freno, un límite al despliegue de los actos de la autoridad que afecten y vulneren derechos humanos, más aún cuando se trate de acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales, es decir, limitar el actuar de los Poderes Legislativo y Ejecutivo para que ajusten sus acciones y decisiones conforme a la Constitución.
No nos engañemos, el balance de la elección judicial fue negativo, así lo manifestaron los números, al haber votado solamente el trece por ciento de la población inscrita en la Lista Nominal de Electores; así lo reflejaron las impugnaciones e incidencias contenidas en los recursos promovidos ante los Tribunales Electorales y que terminaron por proteger las elecciones frente a las pruebas de graves afectaciones al proceso electoral. La evidencia abrumadora de acordeones utilizados para influir y determinar el sentido de la votación, impulsados por militantes y líderes del partido en el poder, deja muy claro cómo se articuló el resultado de la elección judicial. En ese balance, la Misión de Observación Electoral de la Organización de Estados Americanos (OEA), en su Informe Preliminar de la elección judicial, señaló como una de sus consideraciones finales que “la Misión no recomienda que este modelo de selección de jueces se replique para otros países de la región”.
Y, por si fuera poco, el primer acto formal de las ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación consistió en un verdadero atentado al Estado laico, al exponerse una ceremonia de carácter religioso, con el pretexto de justificarse en las tradiciones indígenas que aparentemente se reivindican con la representación política del ministro presidente de la SCJN, una condición que ha sido utilizada en la narrativa del oficialismo para pregonar sobre la legitimidad de su arribo. Sin embargo, no debemos olvidar que la legitimidad de todo poder público se obtiene de dos formas: la legitimidad de origen, a través de elecciones directas, indirectas, designación, selección o nombramiento, y la legitimidad de ejercicio, aquella que medimos en torno a la forma en que se ejerce ese poder público; su eficiencia, eficacia y apego al orden constitucional y legal.
A los nuevos juzgadores y juzgadoras les tocará construir una legitimidad de ejercicio que las urnas no les pueden ofrecer y que la gran mayoría del gremio jurídico califica negativamente. Afirmar que México es el país más democrático del mundo a causa de las elecciones judiciales, refleja una profunda falta de comprensión del régimen democrático, en el que hay como requisitos preliminares una división de poderes tangible y un Estado constitucional de Derecho en el que las personas juzgadoras cuentan con idoneidad, preparación técnico-jurídica, independencia y autonomía para garantizar una función jurisdiccional que proteja los derechos humanos de todas las personas, aún y en contra de los actos de las autoridades.
Por supuesto, existen perfiles de nuevos juzgadores y juzgadoras que sí cuentan con la preparación y méritos necesarios para sostener el peso de la función jurisdiccional que les acaba de ser otorgada, sin embargo, el mismo mecanismo de acceso a la Judicatura permitió que al menos una decena de abogados y abogadas vinculados con el crimen organizado tomaran protesta en el mismo sentido. Queda claro que el proceso de elección cuenta con múltiples deficiencias y contradicciones que deben ser corregidas.
Y mientras esto ocurre, una nueva afrenta a lo que queda de nuestra democracia está por concretarse, diseñándose con opacidad y sin consensos políticos, a través de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, impulsada desde Palacio Nacional. Prestemos atención al porvenir.