Eric Andrés Villalobos Zaragoza.
Universidad Autónoma del Estado de Morelos
México ha sostenido, al menos en el papel, una política exterior basada en principios de neutralidad, autodeterminación de los pueblos y no intervención. Estos postulados, herencia del llamado "doctrinismo" diplomático mexicano (encabezado por figuras como Genaro Estrada), han sido tradicionalmente exhibidos como la brújula ética del país ante los conflictos internacionales. Sin embargo, como ocurre con muchas aspiraciones normativas en la política exterior, la práctica rara vez sigue al discurso. La crisis en Gaza y la reacción internacional ante la ofensiva militar de Israel lo han vuelto a poner en evidencia.
Mientras el mundo observa horrorizado las consecuencias humanitarias del ataque israelí en la Franja de Gaza —con miles de víctimas civiles, desplazamientos masivos y una devastación que organizaciones internacionales han calificado como potencialmente constitutiva de crímenes de guerra—, la posición mexicana ha oscilado entre la ambigüedad y una “prudencia” diplomática que raya en la omisión.
México ha condenado “la violencia de todas las partes” y ha hecho llamados genéricos (a modo) al cese al fuego, una fórmula que busca preservar la equidistancia, pero que termina por diluir el peso moral de su postura. La neutralidad, en estos casos, puede ser un eufemismo de pasividad. A diferencia de países latinoamericanos como Colombia, Bolivia, o incluso Brasil, que han tomado posturas más claras en favor del derecho internacional humanitario, México ha preferido mantenerse en la zona gris.
¿Se trata realmente de neutralidad? O, como muchos analistas apuntan, ¿es una neutralidad con criterios selectivos?
No es la primera vez que México acomoda sus principios según las circunstancias. La historia está llena de ejemplos. En 1973, durante la dictadura de Pinochet, México ofreció asilo político a miles de chilenos, rompiendo relaciones diplomáticas con Santiago en un gesto humanitario y profundamente político. Más recientemente, en América Latina, México ha condenado con firmeza golpes de Estado como el de Bolivia en 2019, pero ha guardado silencio o incluso simpatía, ante gobiernos con rasgos autoritarios de izquierda, como el de Nicaragua o Venezuela, escudándose en la no intervención.
Este doble criterio no es exclusivo de México, desde luego. La realpolitik impera en casi todos los escenarios de política exterior. Pero lo que resulta preocupante es que, en lugar de una postura coherente y fundamentada en los valores de lo que presume en sus bases ideológicas, la diplomacia mexicana parece depender del momento político interno o de las alianzas ideológicas del gobierno en turno.
En el caso de Israel, México mantiene relaciones diplomáticas sólidas y una comunidad judía influyente. Esto, combinado con un gobierno que ha buscado mantener una distancia estratégica respecto a las potencias globales, explica en parte su cautela. Pero esa cautela se convierte en omisión cuando se trata de condenar violaciones flagrantes al derecho internacional. El Estado mexicano, que con firmeza ha defendido la causa palestina en foros multilaterales en el pasado, hoy prefiere el bajo perfil.
La neutralidad, en abstracto, puede parecer sensata. Pero en contextos donde hay un desequilibrio brutal de poder y consecuencias humanas devastadoras, la neutralidad no es necesariamente sinónimo de justicia. A veces, es lo contrario: es complicidad por omisión.
México tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de alzar la voz con claridad. De lo contrario, su neutralidad seguirá siendo un término vacío, un concepto moldeado por conveniencias políticas más que por principios éticos. Y en el conflicto de Gaza, como en tantos otros, el silencio no es neutral.