Zona Sur

Peluqueros


Lectura 6 - 11 minutos
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Jojutla. He pasado muchas veces por la peluquería, me he sentado en la jardinera como cualquier asociado del Club de los Pájaros Caídos, lejos del maldito sol que le ha reblandecido el cráneo a más de uno; he observado cómo transcurren las horas casi derretidas, el sol cortando los pedazos de sombras efímeras.

También he visto y escuchado cómo llegan adultos y, con cierta familiaridad, le piden a cualquiera de los tres peluqueros un corte.

Niños acompañados por sus padres pasan, uno tras otro, por la máquina del peluquero: los hace un corte de “hombre”. Al final, el paterfamilias saca su cartera, extrae unos billetes y paga; todos salen con punta nueva y un olor a alcohol en las junturas de las orejas.

Algunos ancianos que se van a pelar se duermen y no despiertan ni siquiera cuando el peluquero les pasa el filo de la hoja de afeitar por encima de la yugular palpitante.

Desde que vine a vivir a este municipio he buscado un lugar donde me quiten el pelo, y si es posible, que me lo corten como en la Peluquería Unisex Emilianos, la que queda en la calle Clavijero de Cuernavaca.

El local se divide en dos, el de la planta alta y el de la baja, si desciende las escaleras encontrará 3 y hasta cuatro 4 personas estilistas, uno de ellos masculino con el cabello teñido de rubio.

Yo llegué a esa peluquería por la necesidad de que me hicieran un corte decente, que me permitiera peinarme una sola vez en el día y que no me quedara disparejo.

Dos meses antes de encontrarla me hizo un corte una estilista que siempre me atendía, pero que tuvo un pleitazo con su marido y abandonó el barrió con todo y tijeras. Me cobraba 60 pesos y no me dejaba tal mal, pero ya me había acostumbrado a su mano, a su voz y a su plática.

Yo siempre pasaba por el local inferior de la peluquería Emilianos cuando iba a hacer entrevistas o reportajes al Mercado Adolfo López Mateos y veía mucha gente ahí, cortándose el pelo o sentados en unas sillas en espera de su turno.

Un día de esos me animé y me senté como todos.

Me atendió una muchacha flaca y pequeña de estatura, de pelo negro.

-¿Cómo va a querer su corte?

-Pues corto, porque hace mucho calor.

-¿Con qué número le corto?

-No sé, no quiero quedar completamente pelón, no me corte a ras…

La muchacha me puso mi bata de plástico negro y empezó. Era muy hábil.

-¿Cuadrado o redondo?

-Cuadrado.

Cuando llegó al frente me preguntó si me marcaba la raya y qué tanto me cortaba al frente, mientras sostenía mi copete como un montón de charales.

-Márqueme la raya y ahí está bien –ordené, lo hice a ciegas, porque no tenía lentes.

Luego vi que comenzó a preparar espuma para rasurarme y la detuve:

-Por favor, con la máquina, sin navaja –tengo dos cicatrices en el cuello cerca de la aorta, una por mordida de un perro y otra por un navajazo, recuerdos de una época en que en el barrio solíamos resolver las diferencias a golpes y con armas.

La chica terminó y me puso un espejo atrás, para que viera el corte en la nuca, yo no pude verificar nada, pero le dije “está bien”.

-Le pongo gel?

-No, gracias. Cuánto le debo.

Son 35 pesos.

Le di un billete de 50 y le dije que se quedara con el cambio.

Salí silbando de ahí. Me acababan de hacer un buen corte y me había cobrado muy poco.

En la Ciudad de México, donde viví más de 20 años, un corte estaba en más de 200 pesos; a las mujeres le cobraban 400 y 500 pesos, dependiendo de si les ponían ampolletas y enjuague.

Una vez vi cómo a una mujer le cobraron 1 mil 200 pesos. ¡Un robo!

Mi conclusión fue que la única ventaja de vivir en Morelos era que el corte de pelo era muy barato.

Desde ese día fue mi peluquería de siempre. Trataba de que me cortara la misma chica que, al parecer, con el tiempo se convirtió en al encargada; a veces me cortaban otras y no me dejaban como yo quería, pero como dice la gente, “el pelo vuelve a crecer”.

Una mala tarde se me ocurrió pasar con el “joven”. Se la pasó platicando con su compañera de trabajo y me cortó como para que yo no regresara.

Regresé, pero no con él, sino con las peluqueras del mismo negocio, pero del local de arriba; me quejé amargamente por el mal trabajo, y en recompensa me cortaron bien.

Desde hace más de dos años que vivo en Jojutla he buscado un lugar para cortarme el pelo.

Yo solo necesito que me lo dejen corto, que me pueda hacer mi raya a lado, de derecha a izquierda, que es como nos peinamos nosotros los hombres de la frontera, y que me corten parejo, como la chica de Cuernavaca.

La peluquería que está en un local del mercado es muy conocida y tiene sus clientes. Me he quedado sentado en la jardinera para ver cómo entran y salen los clientes.

En el local hay tres sillas de peluqueros, de las del siglo pasado, grandes, giratorias, ajustables, de palanca.

Supuse que de los peluqueros, al menos dos de los tres, me podría contar que, en la Edad Media, los barberos comenzaron a realizar trabajos de cirujanos y dentistas. Además del corte de pelo y el afeitado, los barberos realizaban cirugías, sangrías, ponían sanguijuelas, vendajes, enemas y sacaban dientes, lo que les valió el nombre de “cirujanos barberos”.

En explicarían que los médicos se negaban a practicar cirugía y mucho menos de odontología.

Había necesidad de atender a toda esa población y los barberos tuvieron que atenderla, tenían las herramientas necesarias aunque no el conocimiento de un médico; pero resolvieron el problema y llegaron a ser muy reconocidos por la sociedad, ganaban bastante haciendo esos trabajos.

Ante la falta de demanda, los barberos dejaron de realizar prácticas de cirujano y en 1820 se dedicaron nada más al corte de pelo.

Usaban en sus negocios los colores característicos de los postes de barberos, que son el blanco, para simbolizar las vendas y el rojo por la sangre. Con el paso de los años, añadieron el azul como símbolo de patriotismo, en el Reino Unido, en Francia y por último en Estados Unidos.

Dispuesto a que el barbero me sorprendiera con sus conocimientos y su plática, me animé a entrar.

El hombre dijo que me sentara, me puso el plástico y me preguntó cómo quería mi corte, le respondí que no muy corto y comenzó.

Tomó la rasuradora eléctrica y sin decir palabra comenzó a trasquilarme. Me pasaba la máquina como a un animal.

A estas alturas supe que no me iba a contar la historia de los peluqueros, tampoco que me haría plática y me contaría anécdotas muy aleccionadoras, como muchos peluqueros que yo había conocido.

En menos de 5 minutos había acabado.

No recuerdo si me puso el espejo en la nuca para ver cómo me había dejado la parte del occipucio.

Sólo le alcancé decir que no quería que me rasurada con navaja.

Me quitó la bata y me dijo son 70 pesos, yo pagué justo, sin propina, que es una forma de venganza muy imbécil de mi parte cuando sé que no voy a volver, y salí del local molesto.

Cuando llegué a mi casa y me vi en el espejo me encabroné. No me podía peinar. Mi rayita había desaparecido, mis patillas quedaron puntiagudas y el corte de la nuca quedó cuadrado.

Supongo que soy la única persona a la que el peluquero le hizo un trabajo malo. Me trasquiló como él quería.

Esta entripada me mando de lleno a mis años de niño, cuando buscaba dinero para comprar chucherías con mis amigos de la cuadra.

Como colectivo hacíamos dinero a escondidas de nuestros padres recogiendo envases de refresco y de cervezas en las calles y en los lotes baldíos. Los lavábamos con agua y jabón y los veníamos los tiendas de abarrotes.

Otra forma era cortar estropajos secos de las bardas y venderlos a las señoras en las casas. No nos gustaba porque nos dejaba las manos amarillas; dos o tres días andábamos con la amargura en las palmas de las manos y todo lo que tocábamos, comida, incluso se volvía amargo.

En nuestra desesperación por tener dinero íbamos como un montón de peces a las esquinas de las manzanas contiguas, sobre todo los sábado, a buscar borrachos caídos. A muchos se les salían las míseras y alcohólicas monedas de las bolsas. Nunca tuvimos el valor de robarnos ese dinero.

Yo, de manera individual, tenía mis propias maneras de allegarme recursos, una de ellas era hacer mandado a unos peluqueros del barrio.

Tenían dos sillas giratorias, de peluquero. Recuerdo las tijeras puntiagudas y anoréxicas, el peine negro y las partículas atómicas del cabello volando por los aires.

Usaban unas máquinas mecánicas de metal plateado para cortar el pelo, brocha, jabón perfumado y unas navajas muy filosas que asentaban con un pedazo de cuero colgado de la silla.

En cuanto me asomaba por la puerta me llamaban:

-Güero. Andá comprame a la farmacia alcohol, míralo, un litro. Y también una loción para después de afeitar. Tené cuidado, no te apendejés, no vayás a tirá la botella.

Me daban una morraleta y dinero. La botica se encontraba a varias cuadras adelante, más allá del límite que mis padres me habían marcado como prohibido.

Regresaba rápido y entregaba el mandado, una vez revisado, cualquier de los dos me abría una covacha donde guardaban artículos propios del oficio, como papel sanitario, toallas, escobas, etcétera y me prendían la luz.

A mi lado había una caja grande con revistas de modas donde se podían ver unos maniquíes de cuerpos de mujer, revistas para caballeros, revistas pornográficas con palabras que yo no podía leer. Yo veía, veía y veía, página tras página.

Siete o 10 minutos después me tocaban y me abrían la puertecita y yo salía, la luz natural me pagaba de lleno, deslumbrándome. La covacha se volvía a cerrar.

Luego me daban una do dos monedas de a veinte centavos, de cobre y yo me iba muy contento a comprar dulces.

Algunas veces acompañé mis tíos, muy jóvenes todavía, a pelarse con mis amigos los peluqueros.

Nos sentábamos, y mientras esperábamos en silencio alguno de los peluqueros abría la covacha y sacaba cualquier revista para adultos envuelta en alguna toalla de manos y se la entregaba a mi tío, quien también la recibía en silencio y con discreción. Esta comunicación de silencios me llamaba mucho la atención.

Mi tío se acomodaba en la silla y comenzaba a deleitarse.

Yo me estiraba para mirar lo que él estaba viendo, pero me tapaba con su hombro.

-Te va a salí una bola en el ojo –me decía.

Por dentro, yo sabía que ya había visto esas revistas muchísimas veces, iluminado y sin la molesta presencia de los curiosos.

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Máximo Cerdio

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