Sociedad
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La increíble historia del plomero de las manos chicas

Un cuento de Navidad


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Boiler Viejo

Armando se me quedaba viendo muy serio cada que me dirigía a él. Casi siempre lo encontraba sentado, junto con sus amigos, en la protección que hacía las veces de banca, debajo de los laureles de la placita de la parroquia de San Antonio Abad.

–Mira. Míralas –y las giraba para que yo observara el anverso y el reverso de sus manos.

Eran regordetas, morenas y de uñas muy gruesas. Sus palmas estaban agrietadas por el trabajo duro. Esos dedos sabían apretar con fuerza el mango de un marro y destruir el cemento de las construcciones. Varillas de metal eran barras de plastilina frente a la dureza de sus extremidades. Las tuercas cedían ante la fuerza de los brazos y manazas de Armando, que lo mismo hacía trabajos de albañilería que de pintura, de jardinería, de fontanería o de plomería.

Armando –la Borrega–, el hombre moreno, calvo, de pelo blanco, muy parecido al Miguel Hidalgo de las estampitas que compran los niños de primaria, también era cuidador de casas, velador y promotor de un grupo de chinelos de San Antón. Él y otras diez personas se encargaban de organizar varias de las festividades del barrio, incluyendo la feria del pueblo de San Antón, que duraba una semana y que llegaba a reunir más de diez mil personas.

–El agujero del boiler es muy pequeño –se justificaba.

Cinco meses ante yo le había pagado el arreglo del boiler. Le dije que quería que quedara bien ese mismo día. Me cobró una cantidad elevada y se la di con la condición de que quedara bien. Yo sé que hay plomeros mejores pero se lo encargué para darle trabajo a la gente del barrio.

Al día siguiente llegó a mi casa con tres personas. Comenzaron a trabajar como si fueran a construir un estadio o un edificio. Yo le di la llave a Armando y le pedí que cuando acabara cerrara la puerta de la casa.

Volví en la noche a la casa y no había movido nada. Un día después, muy temprano, encontré a la Borrega en la calle y le pregunté por mi calentador y me respondió que por la tarde irían él y sus chalanes a cambiar la pieza del aparato para que quedara listo.

Salí muy tempano de la casa como todos los días, y regresé entrando la noche. Sobre el comedor vi un aparato de metal con una rueda de plástico rojo y supuse que era el intestino del boiler. Ese día no pude prender el calentador y por la mañana siguiente busqué a la Borrega. Encendió el aparato y me dijo cómo hacerle. El calentador despertó seguido de una fuerte explosión.

Me dijo cómo prender el aparato y me pidió dinero extra porque le había ayudado otra persona y se habían tardado más de lo calculado. Yo le di un billete y le di a entender que se le estaba pagando casi a fuerzas.

–No lo quiero para mí, yo me baño con agua fría, pero viene mi familia y necesita bañarse con agua caliente–

insistí.

El boiler funcionó dos o tres veces y después se volvió a descomponer.

Fastidiado por las fallas constantes dejé ese problema para una ocasión en que tuviera el suficiente ánimo y dinero para resolverlo. Pero llegó el invierno sin cobijas y volví a insistir.

Cada semana veía a la Borrega sentado con sus amigos y le decía que, por favor, revisara el boiler porque no servía. Él me contestaba con sus manos abiertas y me decía que el boiler tenía descompuesto una refacción que tenía que sacarla desde adentro:

–Mis manos son muy gruesas y no caben en el agujero. He estado buscando a un plomero de manos pequeñas para que saque la refacción e instale una nueva pero no encuentro a nadie. Ah, la refacción vale tanto.

–Cuando a mí me pagan por algo lo dejo bien chingón para que me recomienden y tenga yo más trabajo –le dije, mientras le extendía un billete y él lo cogía con sus manos analfabetas.

Pasaron tres días y Armando no aparecía. El portero del edificio donde estaciono el coche me alcanzó una mañana y me dijo:

–La Borrega te manda esto, dice que la refacción no se encuentra en Morelos –Y me dio un billete con la misma denominación del que yo le había dado al palomero, seguramente el mismo billete.

Mi salvación fue mi casera. La fui a buscar muy temprano y le conté el calvario por el que yo había pasado. También le advertí que ese boiler era muy peligroso porque acumulaba gas y en varias ocasiones me había explotado.

–Dios mío. No, no. Hay que cambiarlo yo no quiero que vayamos a morirnos quemados yo y mis hijos y mis nietos. Mañana voy a ordenar que lo cambien.

–Yo no tengo miedo. La explosión es muy fuerte y la llama ha alcanzado el techo. Por mí no hay problema, pero no me gustaría que le pasara eso a mi familia ni a ustedes –puntualicé, avivando el terror que sé que ocasiona el fuego y el gas en las mujeres.

Durante mucho tiempo viví en pensiones en varias partes de México y las dueñas o encargadas del servicio de limpieza o cocineras me pedían que yo revisará el boiler o la estufa cuando éstas fallaban. Aprendí a limpiar los ductos, a detectar fugas con jabón y a instalar tanques de gas. Con eso accedía a ciertos privilegios que no tenían los demás inquilinos.

Boiler Nuevo

Como todos los días laborables me fui a trabajar y regresé por la tarde. En la parte donde estaba el enorme tanque había un aparato pequeño, cuadrado. Era el nuevo boiler de paso con encendedor automático. Lo probé y funcionaba de maravilla.

La familia que me visitara podrá bañarse con agua caliente este diciembre. Yo seguiré bañándome con agua sin calentar, como desde hace dos años que comencé a escribir un manual para que cualquiera pueda bañarse con agua muy fría. El truco está en la espalda… que, según mis observaciones, es la parte más sensible a los cambios de temperatura. Con esta técnica me he podido bañar con agua muy pero muy helada y durante todo el año no padezco enfermedades respiratorias. Mi cuerpo se ha hecho más resistente a este dolor que produce el agua cayendo como un millar de puntas de agujas en mi cuerpo.

El boiler, el gas y esta soledad crónica me recuerdan la época en que viví en Xochimilco. Mi único placer consistía en llegar todos los días del trabajo a mi cuartito solo, desnudarme y ponerme, por varios minutos, debajo del chorro de agua caliente, mientras veía cómo el líquido resbalaba por mis manos pequeñas y mis piernas hasta la coladera. Así eran los diciembres de mi vida.

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Máximo Cerdio

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