Sociedad

La enfermedad del poder


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“El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente.” Esta frase de Lord Acton no solo es una advertencia histórica, sino una sentencia que ha encontrado eco profundo en la realidad política mexicana. A lo largo de la historia de México, el poder ha sido muchas veces un espejo que revela lo peor del ser humano cuando se ejerce sin límites ni vigilancia. En lugar de ser una herramienta para transformar la vida pública y servir al bien común, el poder ha sido utilizado como un privilegio personal, una fuente de impunidad o una plataforma para el enriquecimiento ilícito.

La política mexicana, desde la consolidación del sistema posrevolucionario, ha sido un escenario donde los ideales se desgastan ante la realidad de un sistema que absorbe y transforma a quienes entran en él. Políticos que iniciaron su carrera como defensores de causas sociales, terminan convertidos en gestores de intereses particulares, operadores de corrupción o simples títeres de un sistema que premia la obediencia y castiga la conciencia. En ese sentido, Gabriel Zaid, en su libro El poder corrompe, ofrece una lectura profunda sobre cómo la estructura misma del poder en México está diseñada para facilitar la simulación, el abuso y la concentración de decisiones. No se trata únicamente de personas “malas” que se corrompen al obtener poder, sino de un sistema que, por su lógica interna, empuja a los individuos a adaptarse o desaparecer. La corrupción en México no es un fenómeno excepcional; es parte del funcionamiento cotidiano del aparato político y administrativo. Es un estilo de vida institucionalizado. Quien llega al poder sin redes de complicidad, sin saber a quién favorecer o con qué lealtades pagar favores, tiene pocas posibilidades de sobrevivir dentro del engranaje. El poder no corrompe de forma súbita, sino lenta, silenciosamente. Primero con pequeñas concesiones, luego con decisiones discrecionales, después con presupuestos usados sin transparencia, y al final con una impunidad total. Esa es la gran tragedia: la corrupción no escandaliza porque ya es parte del paisaje. Zaid plantea que el problema no es simplemente que existan funcionarios corruptos, sino que el sistema está construido de tal manera que para operar con eficacia, muchos terminan recurriendo a prácticas corruptas. Es decir, el sistema no funciona a pesar de la corrupción, sino que depende de ella para mantenerse. Así, la frase de Lord Acton cobra otra dimensión: no solo el poder absoluto corrompe al individuo, sino que corrompe el entorno entero, enferma las instituciones y pudre la cultura política de un país.

En este contexto, la política mexicana se ha convertido, muchas veces, en un espacio donde se simula democracia, pero se reproduce autoritarismo; donde se habla de justicia, pero se cultiva la impunidad. Hay elecciones, pero no siempre hay opciones reales. Hay leyes, pero no siempre se cumplen. Hay ciudadanos, pero a menudo están desmotivados, desencantados o profundamente cínicos frente a un sistema que parece inmune a la voluntad popular. La consecuencia de esta corrupción estructural es devastadora: se erosiona la confianza pública, se debilita la participación ciudadana y se fortalece una cultura de resignación que alimenta, de nuevo, al mismo sistema que se dice querer cambiar. Y sin embargo, no todo está perdido. El poder, si se entiende como una responsabilidad y no como un privilegio, puede convertirse en una fuerza transformadora. Pero para que eso ocurra, deben existir límites claros, contrapesos reales y una ciudadanía activa que observe, exija y sancione. En un país donde la justicia no depende del cargo que se ocupa, sino de los actos que se cometen, el poder se vuelve más humano y menos divino. Como bien lo advierte Zaid, lo que necesitamos no es solo cambiar a los personajes, sino cambiar las reglas del juego. Democratizar el poder significa distribuirlo, vigilarlo y someterlo a la ley. No basta con buenos discursos ni con carismas personales: se requiere rediseñar el sistema. El verdadero reto de México no está en encontrar un líder “incorruptible”, sino en construir instituciones que no necesiten héroes, sino personas comunes con límites claros, incentivos sanos y consecuencias reales. El poder debe dejar de ser una aspiración narcisista para volver a ser una vocación pública. Para ello, se necesita una nueva generación de políticos que entiendan que servir es más difícil que mandar, y que gobernar con ética es más exigente que gobernar con astucia. El poder, como el fuego, puede iluminar o destruir. En manos de personas sin formación moral ni controles institucionales, tiende a convertirse en un incendio que arrasa con todo. Pero en manos de quienes entienden que el poder es prestado, limitado y temporal, puede ser una herramienta para cambiar el rumbo de la historia. La frase de Lord Acton sigue siendo vigente porque nos recuerda que el problema no es tener poder, sino creerse dueño de él. Y el aporte de Gabriel Zaid es indispensable porque nos ayuda a entender que no basta con buenas intenciones: hay que cambiar la estructura misma que permite que el poder enferme.

Por eso, en México, el reto no es solo evitar que el poder corrompa a quienes llegan al gobierno. El reto es más profundo: construir una cultura política donde el poder deje de ser sinónimo de inmunidad, y se convierta, de una vez por todas, en un verdadero ejercicio de servicio. Porque solo cuando entendamos que el poder no se merece, sino que se presta, estaremos listos para gobernarnos con dignidad.

Pedro J. Delgado

Universidad Autónoma del Estado de Morelos

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