Sociedad

Los egos políticos: el enemigo interno del cambio

TXT Pedro J. Delgado
Lectura 3 - 6 minutos
Los egos políticos: el enemigo interno del cambio
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Los egos políticos: el enemigo interno del cambio

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La política, entendida como el arte de gobernar y transformar la realidad, debería tener como objetivo central atender las necesidades de los demás. No es simplemente una actividad técnica, ni una lucha por cargos o presupuestos, sino una vocación profundamente humana que implica escuchar, comprender y actuar para mejorar las condiciones de vida de las personas. Sin embargo, en muchos casos, esta visión se ha perdido. La política, que debería ser una herramienta de servicio, se ha convertido en un terreno fértil para la vanidad, el culto a la personalidad y la obsesión por el poder. Esta desviación no es nueva, ni exclusiva de nuestro tiempo, pero ha adquirido una fuerza alarmante en una era donde la imagen, el espectáculo y las redes sociales magnifican cada gesto y cada palabra.

Ryan Holiday, en su influyente libro “El Ego es el Enemigo”, llama a este fenómeno “la enfermedad del yo”. No se trata simplemente de tener confianza en uno mismo o de tener ambiciones legítimas; hablamos de un ego desbordado, de un yo inflado que busca validación constante, protagonismo y reconocimiento a toda costa. Holiday plantea que este ego es uno de los principales obstáculos para el crecimiento personal y profesional, porque encierra a la persona en una burbuja de autocomplacencia. La “enfermedad del yo” se manifiesta cuando alguien comienza a creer que el mundo gira en torno a su figura, que su presencia es indispensable, que sus ideas son incuestionables y que no hay espacio para la crítica ni para la mejora.

Llevado al terreno político, este ego desbordado se traduce en dirigentes que olvidan su misión original. Políticos que, en vez de llegar al poder para resolver problemas colectivos, lo hacen para alimentar su figura, imponer su nombre en placas, estatuas y discursos, construir un legado vacío basado en la imagen y no en el impacto real. El ego en política convierte el servicio en espectáculo, la lucha social en marketing, y las convicciones en poses cuidadosamente construidas para la galería. No importa tanto lo que se hace, sino lo que se aparenta. Cuando un político cae en la enfermedad del yo, deja de escuchar. Poco a poco, su círculo se llena de aduladores en lugar de consejeros críticos. Las voces disonantes son expulsadas, porque incomodan, porque cuestionan, porque obligan a replantear decisiones. Las decisiones ya no se toman pensando en lo que le conviene a la ciudadanía, sino en lo que fortalece su reputación, en lo que genera titulares favorables, en lo que le asegura aplausos. El poder, en vez de ser una herramienta para transformar realidades, se convierte en un espejo que solo refleja su propio rostro. Este mal no distingue ideologías, colores ni generaciones. Puede habitar tanto en quienes ya gobiernan como en quienes apenas aspiran a hacerlo. Puede encontrarse en presidentes, senadores, gobernadores, alcaldes, pero también en activistas, líderes juveniles o figuras emergentes. Se disfraza de liderazgo, pero en realidad es una forma de debilidad: la incapacidad de reconocer que uno no es el centro de todo. La política no es una tarima para lucirse, sino una trinchera para trabajar, resolver y construir, a veces lejos de los reflectores, muchas veces sin recibir reconocimiento inmediato

La verdadera vocación política nace del compromiso con el otro. Nace del deseo sincero de cambiar entornos, de ofrecer soluciones concretas, de devolverle dignidad a quienes han sido ignorados. El político que entiende esto sabe que su paso por el poder es temporal, pero que el cambio que puede impulsar es profundo y duradero. No busca ser recordado por su rostro en un cartel, sino por las vidas que logró mejorar, por los problemas que ayudó a resolver, por las oportunidades que abrió para otros. Superar la enfermedad del yo no es fácil. Exige humildad, autoconocimiento y una firme voluntad de poner el ego al servicio del propósito. Implica aprender a escuchar de verdad, a rodearse de personas que no siempre van a estar de acuerdo, a reconocer los errores y rectificar cuando sea necesario. Significa entender que el éxito verdadero no se mide por la cantidad de seguidores en redes sociales ni por las menciones en la prensa, sino por el impacto tangible que se logra en la vida de los demás.

Porque solo cuando el “yo” se hace a un lado, el “nosotros” puede avanzar. Solo entonces la política recupera su verdadera fuerza transformadora. Esto no significa borrar la individualidad ni negar la importancia del liderazgo personal, sino ponerlo en su justa medida: como un medio, no como un fin. Hoy, más que nunca, necesitamos políticos que sean capaces de hacer este ejercicio de humildad. Vivimos tiempos de polarización, de desconfianza, de desencanto ciudadano. Muchas personas miran la política con escepticismo, hartas de los discursos vacíos, de las promesas incumplidas, de los espectáculos mediáticos que no resuelven nada. Recuperar la confianza social requiere políticos que entiendan que la verdadera grandeza no está en el aplauso fácil, sino en la entrega silenciosa.

Las sociedades cambian no por los egos, sino por las ideas, por los proyectos, por las acciones colectivas. Un líder que pone el propósito por encima del ego es capaz de inspirar a otros, de construir alianzas genuinas, de convocar talentos diversos para una causa común. Y, sobre todo, es capaz de dejar algo que perdure más allá de su paso personal por el escenario político. La historia nos muestra, una y otra vez, que los políticos que más han transformado sus países no fueron necesariamente los más carismáticos, ni los más populares, ni los que tuvieron más poder formal. Fueron aquellos que entendieron que estaban allí para servir, no para servirse. Que vieron en la política un espacio para generar cambios estructurales, no solo para proyectar su figura. Por eso, en un mundo saturado de egos y vanidades, el desafío es volver a la esencia: poner el talento, la energía y el liderazgo al servicio de algo más grande que uno mismo. Hacer política para la gente, no para el propio ego. Recuperar el sentido profundo de lo público, que es trabajar para todos, especialmente para quienes más lo necesitan.

Y recordar siempre que, al final, lo que queda no son los discursos ni los retratos, sino las huellas que dejamos en los demás.

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