Sociedad

Llegará la muerte de Lupe


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Llegará la muerte de Lupe


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Nadie quisiera vivir entre los muertos. Sólo puedo imaginar que algún día yaceré entre ellos, pero eso será hasta que tenga los ojos cerrados para siempre y no expire aliento alguno. Lupe tiene una casita pequeña, muy pequeña, apenas dos cuartos la conforman. En uno hay un catre y un ropero de madera sin puertas donde guarda sus escasas prendas de vestir y dos pares de zapatos; en el otro hay una mesita en la que podrían comer dos personas, incómodas, pero caben dos sillas, una con el mimbre roto y la otra con un cojín. Hay una parrilla eléctrica sobre una piedra bañada con cal, y en una repisa de madera pintada de color rojo guarda dos platos y un pocillo de peltre negro y blanco, una jarrita mediana sin tapa, que usa para calentar café. Tiene un tenedor, una cuchara y un cuchillo; la fotografía coloreada de su madre cuelga en un muro descarapelado, y hay una cruz sin Cristo, abrazada por un rosario de plástico.

Ahí, donde vive Lupe, no hay baño, pues para qué, si nadie lo necesita; él hace entre aquellas tumbas con lápidas de muretes altos, al cabo que al final él mismo entierra todo, y el chisguete que arroja invariablemente cae en tierra seca, y hasta dibujitos hace con él.

            No recuerda desde cuándo vive ahí, porque desde niño ayudaba a su padre con los aparejos. Alguna vez, cuando era aún adolescente, le preguntó si podía buscar un trabajo, pero el padre, con voz grave, lo sentenció:  ¡Este es tu trabajo! Y lo era, a pesar de que no recibía paga alguna. Ya son pocos los que aún lo hacen; las incineraciones reducen cada día su labor. Pero a él su padre le dijo que los muertos no deben quemarse, deben regresar a la tierra de donde provienen. Su padre murió hace muchos años y lo sepultaron en la montaña. Desde entonces él heredó la labor de enterrar a los muertos, esa actividad sórdida que alguien debe hacer. Lupe es sepulturero, no sabe hacer nada más.

            Cada día tiene algo qué hacer. Dos perros lo acompañan, y a veces un gato güero que nunca se acerca. Sus manos, antebrazos, rostro y cuello son una mezcla de color tierra mojada mate y bronce quemado; el tiro del sol las ha curtido y no usa sombrero. Se notan los cuencos de donde asoman sus ojos, cubiertos con pesados párpados que semejan cortinas a medio cerrar; su osamenta se transparenta en las mejillas y, cuando sonríe, cosa que muy pocas veces hace, aparece una dentadura incompleta coloreada por el cigarro; los pómulos son evidentes, el mentón rígido, con carne surcada, arrugada. Largas y achicharradas son sus orejas, pegadas a su cráneo, y cuando uno está a su lado un olor a sudor añejo invade el espacio y todo lo impregna.

Esta mañana viene una caravana con un difunto, apenas va a cruzar el pórtico del cementerio, que es la parte más alta. La puede ver porque la barda que circunda el panteón no es alta y eso le permite ver también cientos de filas de tumbas multicolores, desordenadas. Sabe que quien llega es doña Josefina, la maestra del pueblo, una mujer sabia. Siempre se preguntó cuándo llegaría, pues hasta a él le dio clases; dicen que tenía más de cien años. Una banda de música de aliento cierra el cortejo de familiares, alumnos, maestros y parroquianos. Hasta un regidor anda por ahí, de metiche. No hay razón para no hacer proselitismo hasta con los muertos.

            Lupe se levantó temprano, a las cuatro de la madrugada, y con dos cirios alumbró la fosa que tenía que abrir con pico y luego con pala. Es diestro para sacar la tierra, y con meticuloso cálculo detiene su esfuerzo, pues alguien yace desde hace quién sabe cuándo en ese hoyo. Sacar el resto de la tierra es una maniobra que realiza con las piernas abiertas encajadas en las orillas; abre la caja y saluda al muerto. Nada lo perturba, pues los conoce casi a todos. Éste tiene más de cuarenta años reposando ahí, y de él solo queda una osamenta vestida con trapos roídos. A veces, cuando tiene que hacer un desalojo, llega a encontrar una que otra joyita, pero nunca algo valioso. Recoge cada parte y con mucha habilidad quiebra los huesos largos. El cráneo queda intacto, porque en él caben otras partes. Al final, mete un esqueleto fragmentado en una bolsa negra de plástico y lo avienta a la superficie. Los dos perros que lo acompañan siempre no se acercan; se quedan quietos y lo miran desde arriba. Después, Lupe hace añicos la caja y arroja fuera del agujero palos, tablas y trapos que algún día fueron terciopelo; aplana la tierra y sale, enciende un cigarro. Amanece.

            Para cuando llega la caravana con doña Josefina todo luce ordenado y listo, él se sienta y mira a la gente. Algunos lo saludan y las señoras le llevan pan y atole. El llanto se mezcla con la música y las oraciones del cura de la parroquia, que rara vez asiste, pero en esta ocasión sí fue, porque lo amerita, y es un dinerito extra que no se desprecia. Cuando la familia de la difunta lo indica, Lupe arroja cuerdas gruesas que cruza por debajo el ataúd, y pide ayuda a los hombres más jóvenes de la prole. Entre cuatro descuelgan lentamente y hasta al fondo a doña Josefina. Él lanza la bolsa negra y, sin miramientos, toma la pala y arroja una a una paladas de tierra que se mezclan con flores y cantos, con rezos, trompetas y clarinetes. Lupe termina y la gente decora el montículo con arreglos florales, algunos manojos de flores silvestres y un listón en el que se lee: “Tus hijos, nietos y bisnietos”.

            Para Lupe es un día como cualquier otro. Hace esto mismo desde hace casi cincuenta años, aunque la espalda le duele y las manos son rudas como madera vieja. Para él cada muerto es diferente, no así los llantos ni la gente. A él le duele la muerte porque la extraña; es un hombre solo y callado, no tiene mujer ni tampoco hijos. A Lupe le punza la vida por canija, y cada vez que entierra a un muertito se pregunta quién se hará cargo de su propia sepultura. Nadie se dedica ya a eso, entonces se imagina a sí mismo arrojando tierra sobre su tumba.

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Francisco Moreno

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