Que maravilla poder observar en la pantalla de una televisión el mundo como si lo pudieras tocar, como si estuvieras ahí, aunque sea un mundo microscópico o estelar el que se muestra. Observar a los animales en su hábitat, llegar a lugares en donde jamás podrás incursionar, como por ejemplo un abismo marino o el borde de un volcán en erupción. Ver en detalle con máxima definición el plumaje de las aves o las escamas tornasol de los peces y casi sentir la textura en tus dedos o mirar a una foca leopardo deslizarse como proyectil a través de los hielos antárticos con el mar burbujeando a su alrededor como una estela de satélites ligeros y sentir tu piel estremecerse por el frío. Tengo un gusto especial por los documentales que tratan del mundo marino; todo es una danza folclórica en los arrecifes.

Era muy pequeña cuando vi por primera vez imágenes en movimiento de la vida silvestre. La memoria no me alcanza para recordar si fue mi padre o mi hermano quien sintonizó el canal para mí. Ver los animales y los paisajes que tanto me impresionaban en los libros cobrar movimiento en la pantalla fue un golpe mágico que todavía atesoro, era una documental sobre la sabana africana.

En mi casa no había TV de paga. Es más, no sé si ya existían, pero lo que sí había eran los videos en formato VHS de la National Geographic. Se los pedía a los reyes en navidad. Los primeros llegaron cuando tenía nueve años; aún los conservo (elefantes, ballenas y tiburones). No eran nada baratos y mi mamá hacia lo posible por comprármelos.

Ahora con las plataformas de streaming puedo divagar por ellas en las tardes tumbada en la cama explorando los documentales disponibles en cada una (Netflix, HBO, Prime).

Creo que Netflix tiene más variedad en lo que se refiere a naturaleza y las otras tienen documentales increíbles pero la mayoría de otros temas. También los veo, pero obviamente tengo mis categorías favoritas (naturaleza, ciencia, arquitectura, comida, música, psicología y después los demás).

Hace un par de meses me enfermé de salmonelosis. Fueron tres días terribles y el resto de la recuperación una nausea constante. Decidí que ese era el momento idóneo para ver los documentales de comida agregados a mi lista de espera. Pensé que de esa manera no me daría tanto antojo y casi sucede así, pero la realidad es que yo, enferma o no, siempre tengo hambre. Me abruma la cantidad de temas que existen en el ámbito culinario; es algo de lo que me encanta conocer y me desespera no poder verlos todos en cuanto puedo. Tal vez algún día me decida también a hacer reseñas de documentales. Sucede que platico con cualquiera sobre algunas series y compartimos opiniones, cosa que con escasas personas puedo hacer respecto a los documentales, ojalá no fuera así.

Me he percatado que por más videos que haya visto sobre cualquier especie animal siempre aparecerá otro con una perspectiva nueva y refrescante, así que no se vale decir “ay, ya vi un documental sobre osos, no quiero ver otro más”. Sucede que, como nosotros, cada uno de ellos es un individuo único y su vida está llena de posibilidades y alteraciones en sus comportamientos típicos.

Viendo el documental de Netflix “La isla de los lobos costeros” reflexioné sobre la exquisités y sensibilidad con la que se diseñan: el guión, la trama, la fotografía, el sonido, etc., de estos videos para apelar a la sensibilidad de los seres humanos. Estas producciones son toda una obra de arte. Recomiendo que lo vean, tiene tres capítulos. Ya después con mucho gusto podremos platicar sobre él.

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