Las explosiones en San Juan Ixhuatepec, localidad perteneciente al municipio de Tlalnepantla, Estado de México, ocurrieron el 19 de noviembre de 1984 en una planta almacenadora y distribuidora de hidrocarburos operada por Pemex dentro de la zona metropolitana del DF. Nadie, a las 11:45 horas, imaginaba que, a consecuencia del siniestro, morirían alrededor de 575 personas y otras dos mil resultarían con heridas y quemaduras de diferentes grados.
El origen de la catástrofe, según investigaciones de la Procuraduría General de la República (PGR), se suscitó tras la rotura de una tubería de 20 centímetros de diámetro que transportaba gas desde tres refinerías diferentes, hasta una planta de almacenamiento otrora ubicada cerca de los parques de tanques, compuestos por seis esferas y 48 cilindros de diferentes capacidades. El sobrellenado en uno de los depósitos y la sobrepresión en la línea de transporte de retorno fueron los factores que, aunados a la falta de funcionamiento de las válvulas de desfogue, provocaron una fuga de gas durante casi diez minutos. Después vino la tragedia, atribuible, según las indagatorias de la PGR, a pésimos materiales y la negligencia humana.
Las explosiones de Guadalajara ocurrieron el 22 de abril de 1992 en el céntrico barrio de Analco. Desde el 19 del mismo mes, vecinos de la calle Gante enviaron reportes al Ayuntamiento informando sobre un fuerte olor a gasolina que, además de salir por el alcantarillado, emanaba también de las tomas de agua domiciliarias. Dos días después, trabajadores de la comuna y la Dirección de Protección Civil acudieron a la calle de Gante, hicieron sus revisiones, confirmaron el fuerte olor a combustible, pero jamás recomendaron evacuar la zona. Escasos minutos después, al filo de las 10:00 horas, vino la tragedia que dejó como saldo 209 personas muertas, casi 500 heridos y 15 mil ciudadanos sin hogar, pues la destrucción abarcó nueve kilómetros. El daño económico estimado fue de entre 700 y mil millones de dólares. Etcétera, etcétera.
Desde luego, no son las únicas tragedias que han enlutado miles de hogares mexicanos. Uno de los casos más recientes y patéticos respecto de la indiferencia oficial ocurrió el 5 de junio de 2009 en la guardería ABC de Hermosillo, Sonora, arrasada por un incendio que pudo evitarse. “Todas la maestras lo podemos decir abiertamente porque lo vimos. Tenían más de diez días soldando dentro de la bodega (de la Secretaría de Finanzas del gobierno estatal) pegadita a la guardería. Es mentira que fue un “cooler” (enfriador). Un aparato para refrescar no hubiera hecho el desastre que hizo. Lo que pasó es que estaban soldando, y como ahí guardaban papeles, placas, tambos de gasolina y diesel, todo se quemó”, comentó Daniza López, maestra de la Guardería ABC y madre de Luis Denzel Durazo López, uno de los 49 niños que murieron calcinados o asfixiados, según plasma Diego Enrique Osorno en su magnífico libro “Nosotros somos los culpables. La tragedia de la Guardería ABC” (Editorial Grijalbo 2010).
Todos los casos descritos, amables lectores, tuvieron un común denominador: la negligencia humana, a la postre aderezada por la impunidad. Exceptuando a Enrique Dau Flores, alcalde de Guadalajara cuando sucedió la explosión del 22 de abril de 1992, fue el único funcionario público que pisó la cárcel, meses antes de ser exonerado. El día de la tragedia, Dau estaba de vacaciones, mientras el entonces gobernador Guillermo Cosío Vidaurri se encontraba en el DF, donde se justificó diciendo que ya se había advertido a los habitantes de Analco sobre el riesgo existente, pero se negaron a abandonar sus viviendas. Y tocante al caso de la Guardería ABC, propios y extraños fuimos testigos de la impunidad prevaleciente.
Todo lo anterior tiene relación con la tragedia que pudo suceder este domingo en el distribuidor vial oriente de Cuautla, donde volcó un camión cisterna cargado de hidrocarburos. ¿Pudo evitarse el accidente? Sí, con la debida ingeniería en la “curva de la muerte”, donde ya ocurrieron otros seis percances. El domingo murió calcinado el conductor del pesado vehículo, pero pudo haber más víctimas y cuantiosos daños materiales. Y el delegado de la SCT, Fidel Giménez-Valdez Román, se justificó ayer diciendo “nosotros colocamos un aviso sobre la velocidad permitida (60 kilómetros por hora), pero ahora tendremos que aumentar la altura de los topes”. Pura palabrería. Luego me referiré a la responsabilidad patrimonial, ausente en Morelos.