Hasta ahora, después de las elecciones intermedias del año pasado, determinados actores priístas han sido los principales promotores del reposicionamiento panista, simple y sencillamente debido a sus intereses personalistas, pugnas fratricidas y el despilfarro del capital político.
Los tres personajes antes mencionados, insisto, ya son candidatos. Así las cosas bien haríamos en crear un escenario con cualquiera de ellos como triunfador en la fecha señalada. Son las 20:00 horas del domingo 7 de noviembre y se anuncia el nombre del ganador, junto con su compañera de fórmula. Entonces surge la inevitable pregunta: ¿Y ahora qué sigue?
Este marco hipotético me remonta al año de 1972 cuando, bastante joven, vi una excelente película del director Michael Ritchie titulada “El Candidato”, cuyos principales protagonistas fueron Robert Redford, Meter Boyle, Melvyn Douglas y Don Porter. Aquella obra cinematográfica, ganadora de varios premios de la Academia, se utiliza hasta hoy como material didáctico en las licenciaturas de comunicación y ciencias políticas (entre otras), a fin de explicar los procesos electorales en determinadas naciones del mundo, pero sobre todo en los Estados Unidos, país considerado todavía como el prototipo de la democracia y la modernidad tecnológica aplicada a los comicios.
El argumento del film se sustenta en la planificación, el despegue y el desarrollo de una candidatura electoral: cómo se pone en marcha el complejo engranaje de apoyos, argumentos y ambiciones que rodean a un candidato y, en el entretanto, de cómo la frescura y el idealismo de los primeros momentos va cediendo paulatinamente paso al escepticismo, el compromiso, y la sorda lucha por arañar cada vez más votos. Asimismo, brinda un valioso punto de partida para debatir sobre temas tan relevantes como la manera de afrontar las campañas electorales; la importancia del perfil personal de los candidatos frente al peso de las adscripciones partidistas; los modos de financiación de los partidos y de los candidatos y su impacto sobre el sistema político; el alcance de la libertad de prensa y su relación con el derecho a la intimidad en el ámbito de lo político. Etcétera. Cualquier parecido con elecciones mexicanas y locales de Morelos no es mera coincidencia, sino parte de la realidad electoral que se repite cada tres años y en procesos internos partidistas.
Empero, hay algo en la película, hacia el final, que nunca he olvidado. La cercanía entre el candidato y su equipo de asesores, y su dependencia hacia ellos, llega a tal grado que la noche en que lo anuncian ganador de las elecciones presidenciales, uno de sus más cercanos colaboradores se le acerca y le pregunta: “¿Y ahora qué sigue?”, a lo que el candidato Mckay, sentado en la cama de un lujoso hotel, con la habitación semivacía, contesta desconcertado: “No sé. No sé qué siga”. Y finaliza la película…
Por lo pronto, remontándonos al caso de la elección de nuevos dirigentes priístas de Morelos, no he escuchado planteamientos concretos respecto del método que el ganador aplicará para mantener la supuesta rentabilidad electoral de su partido hacia las elecciones gubernamentales y presidenciales de 2012. Hoy estamos en un escenario nacional y local donde la presidencia y la gubernatura, otrora ejes del entramado de relaciones políticas del país y nuestra entidad, se encuentran en su peor momento: debilitadas y en vías de desmantelamiento.
“¿Y ahora qué sigue?”, es la pregunta que, como en 1972, todavía nos hacemos los ciudadanos en nuestros días. ¿Buscará el PRI gobernar de facto, desde el Congreso local, con una mayoría supuestamente opositora al gobierno estatal panista, o desarrollar una agenda de cambio, de manera coordinada con el jefe del Poder Ejecutivo? ¿Ceder ante la tentación de abonar al desgaste del PAN y permitir que el tricolor permanezca en la indefinición sobre temas de interés toral? El mayor peligro en lo inmediato para el PRI es perderse en la inercia de los triunfos electorales y creer que aseguraron su llegada a Los Pinos y al Palacio de Gobierno en Cuernavaca. Nada más lejano de la realidad, caracterizada por el despilfarro del capital político. A ver.