Cuidado con quien quiera venderte la narrativa de que los corridos son el problema. No, los narcocorridos no producen violencia, porque la música no es el problema ni tampoco la solución. En México, el narcocorrido opera como una rama más de un modelo sistemático. Los corridos dejaron de hablar de la vida en el campo y del contexto rural, para pasar a letras sobre dinero, cárteles, violencia armada, uso y venta de drogas. De la misma manera, se busca mitificar la vida delictiva y el mundo de las drogas, prometiendo gloria, riqueza y respeto a quienes decidan afiliarse a una organización criminal.
Los narcocorridos no solo narran la violencia, sino que la estilizan y la convierten en un espectáculo deseable. La exaltación de hazañas criminales —como asesinatos, lujos extremos o desafíos al Estado— transforma la crueldad en un símbolo de poder y resistencia. Esta dinámica refleja lo que Suely Rolnik denomina colonización del inconsciente, donde la violencia se articula con el deseo de visibilidad y movilidad social en contextos de exclusión. La figura del narcotraficante, glorificada en estas narrativas, encarna un modelo de éxito basado en la impunidad y el terror, normalizando la crueldad como medio legítimo para alcanzar estatus.
Puede entenderse que su éxito radica en la seducción a sectores marginados —jóvenes precarizados, expulsados del sistema educativo y laboral— al ofrecer un imaginario donde la violencia es sinónimo de agencia y pertenencia. Rossana Reguillo y José Manuel Valenzuela Arce destacan que estos grupos encuentran en los narcocorridos una narrativa desde abajo que valida su realidad, mientras el Estado fracasa en proveer alternativas de movilidad social. La crueldad, entonces, no es solo un recurso discursivo, sino un mecanismo de compensación simbólica ante la desposesión material.
Si hiciéramos uso de la lógica de la crueldad, esta nos ayudaría a entender cómo se refuerza todo lo anterior mediante cultos como la santa muerte o Jesús Malverde, que sacralizan la ilegalidad y el sacrificio. Estos rituales, vinculados al narcotráfico, transforman la violencia en un acto casi litúrgico, donde el dolor y la muerte se asocian con protección y éxito. David Huerta señala que estas prácticas, junto con los narcocorridos, generan una irracionalidad mitificada que justifica moralmente la barbarie.
Para Rolnik, el neoliberalismo y el narcopoder han “infectado” el deseo social, orientándolo hacia formas de goce vinculadas a la dominación y el exceso. Los narcocorridos operan como máquinas de captura afectiva, donde la crueldad se vuelve un afecto aspiracional: el “éxito” del narco —con su lujo, armas y poder— se internaliza como meta legítima, incluso entre niños que crecen cantando estas narrativas.
Ante esto, las respuestas estatales centradas en la censura (como prohibir narcocorridos en eventos) ignoran que el problema radica en décadas de abandono institucional. Como advierte Salvador Salazar Gutiérrez, prohibir sin abordar las causas estructurales —desigualdad, falta de políticas culturales— solo profundiza la brecha simbólica que alimenta la narcocultura. La solución, propone, requiere descolonizar el inconsciente mediante prácticas culturales que restituyan el tejido social y ofrezcan imaginarios alternativos a la crueldad.
Podemos concluir que, en México, el interés del Estado no es combatir directamente el problema, sino mantener andando la maquinaria que protege, no a las personas, sino aquello que no atente contra sus intereses. También podemos afirmar que el género fue corrompido por una industria que absorbe y transforma los contenidos en productos pro-sistema, alineados con los intereses de quienes operan desde el poder. Esta estructura utiliza a músicos y compositores talentosos para impulsar sus contenidos. Debemos reconocer a la música como un medio capaz de operar como ingeniería social a gran escala, pues todo aquello que nos haga repetir un mensaje lleva consigo el poder de transformar la percepción de la realidad de quienes lo reproducen. También actúa como una estrategia perversa para encontrar culpables y responsables donde solo hay chivos expiatorios, cuya criminalización no afectará en nada a la máquina productora, ni dará una solución real a un problema que sigue avanzando.
Eric Andrés Villalobos Zaragoza
Universidad Autónoma del Estado de Morelos