“Hasta para morir fue discreto Jara”, dijo uno de sus mejores amigos, el cuernavacense, mesero y cocinero de abolengo (dicen que es el auténtico autor de la “pata” de la cantina “El Chino”, antes en La Pradera, hoy en El Polvorín), Eugenio Marquina (y) Mondragón, también ya ido, que se autonombró dueño de la calle Netzahualcóyotl en el centro, “hasta donde tu vista alcance, todo es mío”. Por cierto un tipazo, muy querido en la familia, amigazo en las duras y en las maduras del buen Jara.
Cada año normalmente cumplimos con la obligación de mantener vigente a Juan Jaramillo Ortiz, un bohemio hecho en las calles de Cuernavaca desde que a los 10 años llegó a vivir con su hermano José y su abuelita paterna. Aquí radicaba un tío hermano del papá, cuyo apodo nombre era Epifanio (peluquero de oficio, en funciones posteriores de comisario que sacaba a los detenidos a “la fajina” barriendo la avenida Morelos desde el Revolución hasta La Pradera, un señor encajoso con los desvalidos y frágil con las mujeres, nunca tuvo hijos y era gandalla). A su padre, don Ramón, lo conoció hasta que tenía 26-28 años y dos tías maternas; cuando viejo, jodido y con un hijo a cuestas de nombre Mario, apareció en la vieja fonda de la calle Clavijero, a espaldas de la iglesia de Tepetates. De hecho era el fondo del negocio y ahí –el que lo quiera corroborar puede ir a cualquier hora—cuyos clavos existen, donde colgaban ollas y cazuelas de la panza, arroz, caldo de pollo y mole. Recién acompañado del maestro Carlos Reynaldos Estrada, tocamos esos clavos con historia.
El año anterior les compartimos que a sus 26-28 años, Jara se sintió feliz porque “ya tenía papá” y se hizo cargo de él hasta que éste expiró unos 12 años después, en uno de los pasillos de las fondas en el nuevo mercado, el ALM, cuando dormitaba. Nunca conocimos de un reproche de Jara a su papá; mejor los nietos lo acorralábamos con reproches en forma de preguntas del porqué su abandono a los hijos, que nunca contestó. Jara, cuando lo advertía, nos llamaba para reprendernos. “Él sabe sus razones, además no se meta, es su abuelo y es mi padre”, aclaraba. Punto. Algunas ocasiones nos preguntaron el porqué en este espacio público metíamos tanto a la familia. Se ha hecho una obligación para el que escribe: el jefe, la jefa, los hermanos, seguramente en su momento el hijo mayor (que según el librito nos tienen que sepultar), porque es una forma de mantener la unidad familiar y aunque parezca egoísta, tener paz interior. ¿Por qué no hablo mal del papá de los siete? No hay razones. Quizá le faltó ser duro en su momento. Nunca una bofetada, ni patada, menos cinturonazo. Pudo faltar el grito a tiempo que alejara a sus hijos de la vida tan intensa que cobró factura tempranamente. Sí, tuvo la fortuna de no ver ninguno de sus hijos caídos. Allá lo alcanzaron, ahí están, la jefa con la voz cantante y el nieto querido de ella, su clon, al que cuidó.
Jara, cuando niño casi solo –su abuela muere cuando tiene 13 años— con su hermano se hicieron dueños del viejo mercado. Cualquier puesto era su dormitorio de la noche, mañana otro. Un manteado, la cobija y el silencio total al paso de los veladores, o de plano el peso para que los dejara pernoctar. Era, en el sentido estricto de lo que vivía, un niño de la calle. Tuvo dos elementos que le enderezaron la vida: la música con su voz y guitarra y su Güera Frikas, casi casi su madre que no conoció (doña Juanita Ortiz murió al nacer su hijo Juan ese 24 de junio de 1931, en Morelia, Michoacán). Se ganaba la vida lo mismo peluqueando con don Beto Brito en la esquina de Zarco y Clavijero, que cantando en 15 años y todas los valses, con su lira y acompañado de un amigo que tocaba el salterio. Un bohemio pleno que a los 16 años tenía su programa de radio en la querida XEJC de la calle Arista, acompañado al piano por diversos maestros. Era artista… que no salía del primer cuadro, porque ese primer cuadro era Cuernavaca toda.
Ochenta años tendría, hace 26 lo celebramos en familia, con amigos, días antes o después que cumplió su sueño: compartir la mesa, la música, el tequila y el ambiente con quien fue el músico que consideró más grande de todos los que escuchó: el cubano José Antonio Méndez, llevado a la fonda por Javier Hernández Ruiz, el querido Petunia, y el amigazo entrañable y pareja de Jara en correrías, el gran Humberto Gallegos Enríquez. Estábamos todos. Sí, pero ya llovió. Coincidentemente ayer, 23 de junio, nació el último cañonazo de Jara, Carmelita, la pequeña de los siete, que le heredó todo, hasta la voz.
1 comentario
Hey
BELLISIMO, LOS RECUERDOS NOS HACEN FORTALECER LAZOS FAMILIARES, FELICIDADES A CARMELITA Y… Compartelo!