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Sólo los niños saben comer mango


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Sólo los niños saben comer mango


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Comer mango directamente de las manos a la boca es un placer silvestre que pocos se permiten. El mango incita al descontrol. El despliegue de sus placeres a la exuberancia. Es una fruta divertida y veloz; rápida para llegar al olfato, rápida para resbalar, presta para la fiesta. Su golpe en la lengua es cítrico y dulce; escandalosamente acuoso y amarillo.

Todos los niños hacen amistad con esta fruta. Ellos son los que en verdad saben cómo debe comerse. Encajarle la uña para arrancar el primer trozo de cascara. Aspirar profundo la cosquilla ácida que despierta el olfato. Hincarle los dientes, atravesar el día de su pulpa e inevitablemente florecer en carcajadas. Incluso meterlo completo en la boca y raspar con las muelas su esqueleto planetario. Un color pegajoso que baja por los antebrazos y deja un sello tropical en la piel.

El mango a su vez baila sobre la lengua. Refresca con fuente de sabor y enciende labios. Juega a enredar sus cabellos rubios entre dientes infantiles. El mango se tira por la resbaladilla de los dedos. Da saltos de la boca a las manos o de mano a mano intentando la fuga revoltosa del que sólo sabe divertirse. Los ríos del mango llegan lejos; van hasta los codos, hasta la playera, hasta el pantalón y los zapatos. Que delicia zambullirse en el mango.

Me recuerdo de seis o cinco años con una playera de rayas gruesas, amarillas y anaranjadas, un short morado y unas sandalias blancas, sentada en una jardinera de la alameda de Cuautla. Enorme de alegría, balanceando los pies mientras devoro un mango encajado en un palito en forma de paleta con chile piquín, sal y limón. Mi mamá está al lado de mí, también con un mango. Nos sonreímos y comemos repletas de diáfano sol escurriendo por nuestros rostros y manos.

Mis padres y hermana sembraron, en la casa que ahora vivo, varios árboles frutales. Uno de los encantos de vivir en el estado de Morelos es que en casi todos los hogares es posible esto. Tiempo después de que mi padre muriera mi mamá y yo veníamos desde la Ciudad de México cada quince días para vigilar que todo estuviera en orden y asegurarnos que los árboles gozaran de suficiente agua; recuerdo cada uno de ellos, hasta los que ya no están. Mi mamá cuidando a los árboles y a sus plantas es un álbum de estampas valiosísimo que está incrustado en mi cerebro.  

El árbol de mango tiene un lugar especial en mi corazón. En mi memoria es un árbol juvenil y frágil con sus tutores de varilla doblada formándole una bóveda. Me consta que le costó trabajo crecer derecho. Este árbol del que hablo, ahora es el más grande de los que tenemos. Salgo al balcón de mi recámara, camino algunos pasos sobre la azotea y puedo tocar su tronco que sigue elevándose varios metros más. Este mango esponjado con melena de león es como mi hermano, mi mamá dice que lo sembraron cuando yo tenía dos años, y ya era una vara de 1.5 metros, lo más probable es que tengamos exactamente la misma edad. Todas las mañanas escucho a las aves revoloteándole en la cabeza, después abro la ventana, salgo recibiendo el halito cálido y herbal del jardín y lo veo resplandeciente de luz verde, meciéndose como si se desperezara.  Y yo me doy el gusto de observar como él, junto con un pino vecino, enmarca al volcán que se asoma al fondo del paisaje.

Hace cinco días bajé los mangos de esta temporada, algunos siguen verdes y en este momento aguardan dispersos sobre la mesa a madurar y convertirse en agua, nieve, gelatina, frappé o mousse. No hay ocasión en que los coseche, y mientras lo hago, no me coma el más apetitoso de todos. Muerdo, saboreo y veo a mi árbol. Siento el sol y el viento sobre mi piel. El sudor me refresca. Escucho a los pájaros y al follaje de los alrededores susurrando su lenguaje. A los perros ladrando a los lejos. Huele a que una lluvia ocasional está acercándose. Entonces pienso que no voy a dejar de relacionar emociones y sentimientos agradables con el sabor a mango nunca. Pero arrancar sus frutos, los que están al alcance de mi mano, es un placer único y destaca, sobre todo, porque los veo crecer desde que el árbol está en flor. Desprenderlos no es cualquier cosa, hay que ser firme y suave para que los que están en la misma mata no caigan. Es una tristeza perderlos, ya sea porque se me caen o los tiran las ráfagas, sin embargo, me consuela que de alguna forma siempre se aprovechan: se los comen las hormigas, las aves, los murciélagos o mis consentidos, los cacomixtles.

Uno de tantos regalos invaluables que me ha dado mi mamá sin duda es este árbol. Ella es muy detallista. No hay día del niño que mi mamá no me dé algo para festejar: dulces, una nota, un mensaje… Sé que siempre seré su chunca tenga la edad que tenga. Este año esperaré a que regresé de sus vacaciones para comer con ella algunos de los mangos y fortalecer aún más el vínculo.

Sólo me resta decir que cada 30 de abril que como un mango arcoíris de mi árbol feliz y despeinado, vuelvo a ser esa niña vestida a rayas que columpia los pies a lado de su mamá, eternamente feliz, embarrándose el sol en la sonrisa.

Les deseo feliz día del niño y que sus recuerdos bonitos de la infancia perduren.

Tiktok: expedicion_nocturlabio

 

 

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Arquitecta, escritora, diseñadora, amante de los animales, la naturaleza y la aventura.

Dayan Casaña

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