Sociedad
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MURILLO Y PELLICER

TXT Francisco Moreno
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Cada uno, a su manera, nunca fueron ajenos al acontecer y entorno de su pueblo, su gente, los hombres y mujeres, niños, niñas y jóvenes que se cruzaron en sus vidas; ellos, los personajes anónimos que han forjado con sus manos este país. El primero, mayor que el segundo, heredó por azares de la vida el apellido de un enorme pintor barroco del siglo XVII español: Murillo. El sino de las artes marcó sus manos, afino la mirada que tradujo sobre papel y lienzos la geografía y la belleza, encontró en el dibujo y la pintura su destino. El segundo, con apellido de noble cuna, de insignes caballeros franceses y españoles del Siglo XIII, honró su heráldica en batallas sin armas, si con aquellas que hacen sucumbir la sensibilidad y la belleza, la grandiosa fuerza de las palabras, la poesía.

        La Revolución Mexicana trastocó sus caminos, ellos, buscadores de la perfección acompañaron los ideales de un pueblo desde su trinchera, contribuyeron para que sus hermanos, la masa incógnita que sufría una histórica sumisión alcanzara la justicia e igualdad, cada cual hizo lo que tuvo a su alcance, tiempos ignotos de ideales y esperanzas. Solo la historia develará en su real dimensión la impronta de sus creaciones.

        De inquietos pies descalzos, tanto Gerardo como Carlos recorrieron su país, los impulsaba el amor de la tierra, de su pasado, sus costumbres, mitos, leyendas y, a pesar de tener una diferencia cronológica de más de dos décadas, ésta no creo jamás abismos o indiferencias, más aún, Gerardo Murillo y Carlos Pellicer supieron sembrar en su complicidad la fortaleza que une dos almas sensibles. Después de algunos años de departir ideas, dibujos, versos y camaradería, Carlos invitó a Gerardo a su casa en Morelos, hogar en un valle rodeado de enormes guerreros de piedra, de cordilleras que juegan con los rayos del sol, que aprisionan el viento para hacerlo ventarrón y torbellino, horizonte de siluetas cambiantes, de árboles y grietas, de agua y siembra. Llegaron un sábado a Tepoztlán, día de mercado abigarrado de color, de frutos y mujeres hermosas, hombres de sombrero a caballo, lugar donde la lengua náhuatl se escucha en las esquinas; calles de piedra y polvo, casas de adobe y tecorrales. Gerardo se dejó llevar por su amigo, su mirada no dejaba sitio sin allanar, todo le sorprendía.

        Ya en casa, sentados bajo una ceiba bebieron pulque y comieron itacates, charlaron cual viejos amigos, la noche avisaba su próximo arribo y, con cariño y cortesía Carlos le indicó que era hora de partir, fue entonces que Gerardo, con su voz sin freno y directa le dijo: “¿te vas amigo mío?”, y Carlos, con inocente reparo le dijo que tenía que llevarlo a la ciudad, no entendió el sarcasmo de Gerardo y fue que le dijo con seriedad, “mi querido amigo, de aquí no me voy, este lugar me ha robado los ojos, la luz y montañas quieren que ande entre ellas; me quedo en Tepoztlán, haré una habitación aquí en tu patio, ahí, debajo de ese sauce…”.

        El Dr. Atl, que así le llamaban a Gerardo Murillo, construyó una pequeña cabaña en el jardín del poeta Carlos Pellicer.  Recorrió el valle y sus alrededores, hizo cientos de bocetos, hermosos dibujos, atrapó atardeceres, observó los tenues rayos y la luz cambiante del amanecer, las sombras fugaces de las nubes gigantes, la movilidad de las formas, el maíz seco, los viejos cactus, los huizaches, zacates y agaves.

        Cuando acordaron la estancia del Dr. Atl en casa del poeta, éste le dijo, claro, entiendo, Tepoztlán tiene una “belleza impresionante en la que el día transcurre como una flor dentro de un canto”.

 

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