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Si solamente quedara una frase, ésta sería,
en mi caso, estimada señorita, que nada tiene sentido.

László Krasznahorkai

Si ya de por sí México es un país con un nivel de lectura paupérrimo y desconocemos los nombres básicos que han formado lo que podría denominarse la «literatura mexicana», es más difícil estudiar o acceder a escritores de países más remotos.
El bloque comunista en Europa del Este impidió la proyección de autores cuyas obras cobraron relevancia sólo después de la caída del Muro de Berlín.
Entre los países que se vieron sometidos a ese bloque figura Hungría. En la actualidad, acaso dos nombres de escritores sobresalen por encima de otros, aunque la importancia sea acaso menor. Me refiero a Imre Kertész (1929-2016) y a Sándor Márai (1900-1989).
Del primero ya recomendé su imprescindible novela Sin destino; es un autor que adquirió mayor renombre a raíz de que en 2002 le otorgaron el Premio Nobel. Mientras tanto, el segundo, tras vivir algunos años en Estados Unidos, fue tomado en cuenta por la editorial española Salamandra y su obra no ha dejado de editarse.
Sin embargo, hay otros nombres menos conocidos. Ya me he referido a otros húngaros como Péter Hajnóczy (1942-1981), Dezső Kosztolányi (1885-1936), Tibor Déry (1894-1977), Ádám Bodor (1936), Attila Bartis (1968), por mencionar algunos. A estos nombres se pueden sumar los de Attila József (1905-1937), Stephen Vizinczey (1933), Agota Kristof (1935-2011) y Péter Esterházy (1950), por citar cuatro ejemplos.
Esta semana mi recomendación es precisamente de un autor húngaro. Una novela de László Krasznahorkai (1954): Guerra y guerra (Acantilado, 2009).


En Guerra y guerra hay una dosis de locura que convierte a la novela en un delirio portátil. La historia comienza cuando el personaje central, György Korin, un archivero que trabaja a varios kilómetros de Budapest y que está «más loco que una cabra», es rodeado por siete adolescentes que pretenden asaltarlo en un puente del ferrocarril.
Sin embargo, a Korin ya no le importa morir –lo confiesa en la primera frase de la novela– y comienza a relatar el hallazgo que hizo en una sección del archivo donde trabajaba, ante la incredulidad y el aburrimiento de los muchachos. Éstos lo escuchan, se aburren, se desesperan; pero no le hacen nada y después se lamentan ante el temor de que pueda denunciarlos. No obstante, nada más lejos de esa idea.
El archivista es un hombre separado de su esposa, cuyo sentido de su vida se reduce a dar a conocer lo que encontró en el archivo: un manuscrito que da cuenta de la historia épica de cuatro sobrevivientes de una lejana guerra que se inicia con un naufragio.
Así, Korin descubre la belleza en su hallazgo y está dispuesto a compartirla con el mundo, al precio que sea. Para ello debe hacerlo desde el que él considera que es el centro del mundo: Nueva York. Está decidido a matarse, pero antes debe emprender su misión: ha vendido su casa y todas sus propiedades con la única intención de compartir la historia con la humanidad.
En el aeropuerto de Budapest, el hombre se siente fascinado por la belleza de una azafata a quien le cuenta parte de lo que hay en el manuscrito, su deseo de transmitirlo, aunque la chica en realidad no lo escucha y tampoco está interesada en sus palabras, pero no puede alejarse de él.
Korin es un personaje divertido, lo mismo que desesperante y conmovedor. Habla sin parar, aunque nadie entienda su lengua. Eso le ocurre en Nueva York, en el aeropuerto. El personal se ve en la necesidad de emplear a su intérprete para poder entablar diálogo con György. Y a final de cuentas termina por perjudicar al intérprete, a quien desespera y éste le entrega la tarjeta para tener su estancia legal.
A partir de entonces György deambula, con un abrigo forrado de dólares y el manuscrito escondido. No sabe por dónde moverse y decide hospedarse en un hotel, pero pronto se muda pues no le es posible pagar el hospedaje por mucho tiempo. Al paso de los días, termina en la casa del intérprete, a quien le paga para su alojamiento.
En el departamento viven el intérprete y su novia, una chica que no habla húngaro. Conmueve la relación que se gesta entre Korin y la chica: él le cuenta su historia, todas las mañanas, mientras ella, ante el fuego de la estufa, escucha al hombre pese a que no entiende ni media palabra de lo que le dice. Es una escena que se repite una y otra vez.
Korin compra una computadora portátil, aunque no sabe cómo utilizarla. El intérprete le enseña y poco a poco comienza a subir el manuscrito a la web para que todo el mundo lo conozca.
La de Krasznahorkai es una novela cuya estructura pudiera intimidar, con párrafos largos, sin punto y seguido. Pero también tiene capítulos de una o dos frases o de tres o cuatro páginas, sin descanso.
Pero no cansa, no aburre: es una obra de la que su mayor virtud radica en el lenguaje, en la construcción en sí misma, el asombroso talento del escritor húngaro. A ello se suma la traducción de Adan Kovacsics.
El lector se encontrará con una lectura inolvidable, conmovedora. Hacia el final, cumplida su misión, Korin vuela a Suiza, después de sus aventuras por Nueva York. Tiene otra misión, tan conmovedora como su vida en sí.
En la obra no hay desperdicio y uno se topa con imágenes cargadas de poesía y belleza. Es una novela en la que descubriremos lo bello de la locura y de lo absurdo.

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