Rodeado también por militares y policías que custodiaban el lugar, ante las protestas que había afuera de seguidores del ex candidato Andrés Manuel López Obrador, anunció los ejes principales de lo que sería su administración: “Una de las tres prioridades que voy a encabezar en mi gobierno es, precisamente, la lucha por recuperar la seguridad pública y la legalidad; las instituciones responsables de la seguridad pública requieren transformaciones profundas para incrementar sustancialmente su eficacia”. Planteó que los logros de las dependencias referidas (Secretaría de la Defensa Nacional, Secretaría de Marina, Secretaría de Seguridad Pública federal y Procuraduría General de la República) serían “vitales para recuperar la fortaleza del Estado y la convivencia social, seguridad de que nuestra vida, la de nuestras familias y nuestro patrimonio estarán protegidos”. Sin llamarla así –aunque lo haría tiempo después- la “guerra contra el narco” quedó declarada desde ese momento.
Desde el primer día de su gobierno, el presidente adelantó que la sangre correría a lo largo de su sexenio. “Sé que restablecer la seguridad no será fácil, ni rápido, que tomará tiempo, que costará mucho dinero, e incluso, y por desgracia, vidas humanas”, dijo. Al día siguiente, pocos analistas destacaron este anuncio. Si bien la violencia del crimen organizado era un problema preocupante, tomando en cuenta la crisis política y social que había en ese momento, las referencias de Calderón a nuevas políticas de seguridad pública parecían fuera de contexto. Pero en realidad, el anuncio no lo estaba. De hecho, el escenario –la rebelión en Atenco y Oaxaca, la Otra Campaña lanzada por el EZLN, la crisis interna del sindicato de trabajadores mineros y, principalmente, las movilizaciones masivas encabezadas por López Obrador- fue un factor determinante para el anuncio de “la guerra contra el narco”, con la cual Felipe Calderón convertiría al narco, un problema recurrente de la administración pública en los últimos 100 años, en el gran y maligno enemigo que, al enfrentarlo, pudiera legitimar un gobierno cuestionado desde su origen.
Pero mientras la guerra contra el “narco y el crimen organizado” continúa, en el país subsisten graves conflictos cuyo origen parte de la pésima distribución del ingreso y el avance de economía criminal en determinadas actividades productivas. Es el caso de varios estados donde abundan regiones otrora dedicadas al cultivo de granos básicos y cuyos moradores (la inmensa mayoría son campesinos), ante los vaivenes del mercado, optaron por convivir con narcotraficantes e inclusive con grupos subversivos, destinando grandes extensiones de tierra al cultivo de enervantes.
Infinidad de ensayos y artículos periodísticos han referido el fenómeno de la permanencia de focos guerrilleros en áreas donde existe la posibilidad de disponer de bases campesinas y, simultáneamente, mantener bases económicas de financiamiento cobrando un porcentaje sobre las ganancias, especialmente a los encargados de la comercialización de la materia prima (fundamentalmente mariguana y adormidera).
Todo lo antes expuesto tiene, de alguna forma u otra, relación con lo declarado anteayer por Roberto Ruiz Silva, delegado de la Secretaría de Agricultura y Agricultura en Morelos (Sagarpa), quien admitió el cultivo de enervantes en nuestra entidad federativa, aunque, después de haber tocado el espinoso asunto, quiso minimizarlo aduciendo que “su impacto no reemplazará a los cultivos tradicionales”. Lo anterior, aunque no es nada nuevo, sí confirma la posición estratégica de Morelos en una de las principales rutas de las drogas, la cual parte desde el Puerto de Acapulco y llega a Nuevo León, Tamaulipas y Ciudad Juárez, Chihuahua.
Al cuestionársele sobre la siembra de mariguana en el Estado, Ruiz Silva reconoció “ese tipo de prácticas”, pero aclaró que la información respectiva se ha obtenido “a través de los medios de comunicación, validada por autoridades federales”. Aseguró desconocer los motivos por los cuales algunos campesinos optaron por “estos negocios”, en virtud de que “el apoyo de la Sagarpa siempre ha estado a su disposición”. Etcétera.
Como conclusión diré que los conflictos de baja intensidad, en cualquier parte del mundo, aunque a veces surgen repentinamente, parten de una descomposición previa, aderezada con los ingredientes característicos de la inconformidad social.