Lo anterior es encomiable, siempre y cuando no se violen las garantías individuales cuando los militares deben atender las famosas “llamadas anónimas”, muchas veces realizadas por sujetos mal intencionados.
Cuando el Ejército se incorporó a las actividades que la Constitución Política de este país asigna a las corporaciones investigadoras dependientes del Ministerio Público, se escucharon muchísimas voces pronosticando lo que ahora es una constante a nivel nacional: la conducta extrema que asumen soldados (y marinos) contra la población civil, misma que está generando un clima de hartazgo social.
Muy en el ayer quedó la era histórica donde las fuerzas armadas ocupaban un primer sitio dentro de las instituciones apreciadas por la ciudadanía. Hoy se percibe miedo hacia los militares, tal como ocurre con los propios criminales. Cuidado, mucho cuidado porque en el fondo de la “guerra” o “lucha” contra las bandas delincuenciales subsiste una confrontación de pobres contra pobres (trátese de los mismísimos criminales o de la población inocente). Así, no es extraño que durante los famosos operativos “desaparezcan” objetos fácilmente transportables (teléfonos celulares, alhajas, pequeños aparatos electrónicos, dinero y hasta árboles bonsái), frente a la angustia, el coraje y la frustración de quienes jamás serán atendidos cuando decidan acudir ante las autoridades jurisdiccionales del fuero federal y común -o las del fuero militar- para denunciar a… ¿quién?
Si algo podemos constatar a lo largo y ancho del país, es la circunstancia impersonal con la cual actúan los soldados, a veces arriesgando la vida, pero arrasando con todo y todos. Un botón de muestra sobre lo anterior son los retenes establecidos por el Ejército para revisar aleatoriamente vehículos “sospechosos”. Si usted osa preguntar el nombre del oficial a cargo, muy probablemente lo transferirán a la “superioridad” dentro de otro contexto sumamente intrincado. En fin.
Cambiando de tema, comentaré que luego del enfrentamiento entre ruteros y autoridades municipales de Cuernavaca, resuelto con la intermediación del gobierno estatal, no hay ganadores ni vencidos. El nuevo escenario no debe verse con triunfalismo o derrota, y mucho menos con afanes revanchistas. Siempre y cuando el Ayuntamiento cumpla con las fechas fatales para culminar las dos etapas restantes en la reconstrucción total de la avenida Morelos, la ganadora será la sociedad cuernavaquense.
Como ustedes saben, la comuna que encabeza Manuel Martínez Garrigós se atrevió a romper un paradigma e iniciar la rehabilitación integral de tan importante arteria citadina. Pero más tardó en comenzar el proyecto que en surgir los detractores de siempre, dentro de campañas y movilizaciones ciento por ciento políticas. El primer tramo, comprendido entre Chipitlán y la glorieta Las Palmas, debió concluirse en dos meses, pero por 30 días de atraso ya ven cómo le fue al presidente municipal. Sus detractores (adscritos a partidos distintos al suyo) quisieron hacerlo trizas, sin conseguirlo.
El edil siguió con la segunda etapa, desde la glorieta aludida a la calle Motolinía, pero el 16 de febrero fue obligado a cancelarla debido a presiones de dos agrupaciones de ruteros. Hubo de intervenir la CTM, siendo necesaria además una estrategia política y mediática del Ayuntamiento para transferir el tema al ámbito estatal -so pretexto que desde ahí se auspiciaba el bloqueo- y conseguir que el proyecto se destrabara.
Tras el movimiento cetemista, el martes se reiniciaron los trabajos, pero el miércoles surgieron nuevas presiones de los ruteros (dejaron impunemente sin servicio la zona metropolitana), incluida una aberrante demanda económica que rayaba en la extorsión (querían 36 millones de pesos para hacerse a un lado). Sin embargo, se toparon con una actitud firme del gobierno estatal, cuyo resultado está a la vista: recularon.
Ayer había paz y una mejor coordinación entre el Ejecutivo y MMG hacia la consecución de la infraestructura que requiere la capital dentro de la competitividad nacional. Enhorabuena por Cuernavaca.