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El alma de los rusos

«Nunca subestimes la voluntad de los rusos.» Lo leí en algún lugar, o lo escuché o quizá lo imaginé… Ayer, en Sochi, quedó claro al ver a once individuos dejándose el alma en un campo de futbol.

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Llegaron a su Mundial con un panorama de dudas tan grande como el propio país. Ni siquiera había certeza de que pudieran reunir a 23 jugadores con condiciones para hacer un papel ya no protagonista, sino para que el fracaso que les auguraban fuera más decoroso. Nadie daba un rublo por los seleccionados dirigidos por Stanislav Cherchésov.

Además de ello, los rusos debieron lidiar con infantiles intentos de Inglaterra y Estados Unidos de boicotear el Mundial, semanas antes del inicio. Sin embargo, mientras se acercaba el día, el ánimo internacional comenzó a hacerse sentir a través de los medios.

Y llegó el 14 de junio. Jueves. Rusia debía medirse a Arabia Saudí en el partido inaugural del campeonato. La confianza en el combinado local era tan poca, que incluso se dudaba si podría ganarles a los saudíes. El resultado fue de 5-0 a favor del anfitrión.

Entonces algunas miradas se dirigieron a algunos jugadores locales: Denís Cheryshev, Artem Dzyuba y Aleksandr Golovin, que se destacaron en la aplastante victoria.

Después el rival en turno fue Egipto, con su figura, Mohamed Salah, en un mar de incertidumbre debido a la lesión que Sergio Ramos le había provocado unas semanas antes en la final de la UEFA Champions League.

Rusia supo sortear el duelo. Ganó 3-1 y selló su pase a la siguiente ronda, con la esperanza de calificar en la punta del Grupo A. Sin embargo, en la tercera prueba Uruguay impuso su categoría y venció 3-0 al conjunto local.

Haber salido del grupo con seis puntos tenía su mérito para Cherchésov y sus dirigidos. Diríase que ya habían cumplido con un papel decente en su Mundial. Pero se hicieron a la idea de apuntar más arriba, pese a que en los octavos de final el rival era España, una de las selecciones que llegó entre las favoritas para coronarse en el certamen.

Que Rusia no juega a nada, decían algunos en la nación ibérica. El partido debía realizarse. Ese domingo 1 de julio, el espíritu de Lev Yashin vistió de héroe a Ígor Akinfeev y sus guantes negros: tapó dos penales en la serie desde los once pasos, luego de haber igualado a uno en los 120 minutos, para sellar su boleto a los cuartos de final.

Rusia no construye futbol, decían otros. Pero allí estaban, con destino a Sochi después de haber acabado con la soberbia de cierto sector de la prensa española, que ya miraba hacia lo más alto.

Sin dar cien toques para llegar al área rival, sin derrochar talento en el campo de juego, sin exigir reflectores, los rusos contaban con el espíritu inquebrantable de Dzyuba, con los destellos de lucidez por parte de Cheryshev y la buena técnica de Golovin, con Akinfeev y el sueño de sus guantes negros. Sí, con muchas limitaciones en su futbol, pero dueños de una voluntad difícil de superar.

Sochi estaba en el panorama. El rival a vencer era Croacia esta vez para instalarse en la antesala de la gran final. Cómo explicarles a los aficionados rusos que estaban ya entre las mejores ocho selecciones de su Mundial. No había forma. O acaso sí.

Llegado el sábado, Cheryshev demostró que le gusta marcar goles de calidad. Un gol y a soñar. Pero, calma. El empate llegó en un descuido defensivo. ¿De qué está hecho el coraje de los rusos?

Nada en el segundo tiempo. 30 minutos más para sacar al último semifinalista.

En el primer tiempo extra, un gol de Domagoj Vida oscureció el cielo de Sochi y la ilusión comenzó a difuminarse. Con un esfuerzo físico extremo, los rusos se lanzaron al frente en busca del empate. De pronto, rostros con llanto en el graderío, murmullos, gritos, mientras 22 futbolistas se dejan la piel para colocarse entre los mejores cuatro. No es un escenario al que están acostumbrados los rusos en lo que a futbol se refiere.

En el horizonte comenzaba a vislumbrase el final del partido. Como una locomotora que se aleja, el ruido se iba apagando. Pero había que ir en busca del empate. A cinco minutos de la conclusión del segundo tiempo extra, Mario Fernandes –de origen brasileño– convocó a la locura en el estadio de Sochi. Fernandes, que fue nacionalizado ruso gracias a un decreto de Vladímir Putin para que pudiera jugar para la selección. ¡Qué ganas de los rusos de entregar dramas al mundo! Qué manera de exhibir la voluntad, de luchar hasta que el alma se queda en la cancha, aun cuando el cuerpo se agota y se diluye de a poco en el césped.

Rusos y croatas se batieron en penaltis. Los balcánicos fallaron menos. Ahora van en busca del sueño que quedó inconcluso en 1998, cuando Davor Šuker, Robert Prosinečki, Zvonimir Boban y compañía llevaron un trozo de alegría a los suyos y quedaron a un paso de jugar la final.

Se acabó el Mundial para los rusos, pero nadie dirá que no entregaron hasta lo que no tenían.

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Jorge Arturo Hernández

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